Traducido del francés por Carlos Mendoza.
Desde siempre, el acceso a la tierra ha estado en el centro de las aspiraciones y luchas campesinas. Sin embargo, no fue sino hasta el siglo 20 cuando esta demanda histórica se tradujo en proyectos políticos concretos, impulsados por la presión de movimientos sociales, respaldados por gobiernos revolucionarios, progresistas o de corte populista, y en ocasiones incluso promovidos por regímenes abiertamente anticomunistas que buscaban desactivar las tensiones sociales que sacudían entonces el mundo rural.
Cualesquiera hayan sido las motivaciones que las impulsaron - sean estas producto de ideales revolucionarios, cálculos políticos o estrategias de pacificación social -, y más allá de sus distintas formas y declinaciones, las llamadas “reformas agrarias” - entendidas aquí como iniciativas sistemáticas de redistribución de tierras cultivables promovidas por el Estado en favor de quienes no las tenían, o no en cantidad suficiente - se multiplicaron en el Sur global. Especialmente en América Latina y Asia, donde encontraron un terreno particularmente fértil, mientras que África quedó, en muchos aspectos, relativamente al margen de este proceso.
Aunque estas reformas se enfrentaron con frecuencia, en la práctica, a la resistencia obstinada de las élites agrarias, fue ganando terreno la idea de que la desigual distribución de la tierra no era solo un problema de justicia social o de estabilidad política, sino un obstáculo estructural para el desarrollo económico. Allí donde las disparidades en el acceso a la tierra alcanzaban niveles alarmantes, su corrección llegó a considerarse no ya solo legítima, sino indispensable. En ese contexto, la reforma agraria terminó por imponerse como un eje central en las estrategias de transformación económica y social promovidas por las agencias internacionales en los países del Sur.
En 1951, tres años después de la adopción por la Asamblea General de las Naciones Unidas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos – cuyo artículo 25 reconoce el derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado, incluyendo el acceso a la alimentación, la vivienda, la atención médica y la seguridad social -, se celebró la primera “Conferencia Internacional sobre los Regímenes de Tenencia de la Tierra”. Al término de esta, los Estados acordaron establecer evaluaciones periódicas sobre los avances en materia de reforma agraria, una disposición que se consolidaría en 1969 con la creación de un Comité Especial para la Reforma Agraria en el seno de la FAO (Jessenne et al., 2016 ; Stein, 2020).
En un informe del año 1972, el propio Banco Mundial reconocía que las estructuras agrarias desiguales no solo constituyen una fuente importante de desigualdades en los ingresos, sino que también permiten a los grandes propietarios ejercer un poder político y económico que puede ir en contra de los intereses de la mayoría rural. Y concluye que ninguna mejora duradera de la vida rural es posible en tales condiciones (Stein, 2020).
Para corregir estos desequilibrios, mejorar de forma duradera las condiciones de vida en las zonas rurales y estimular el desarrollo local, la institución insiste nuevamente, dos años más tarde, en la importancia de las reformas agrarias : “Las preocupaciones por la equidad social son centrales”, afirma. “Cuando existen relaciones de explotación entre propietarios y arrendatarios […], la reforma debe incluir una redistribución de los derechos sobre la tierra, ya sea otorgando la propiedad a los arrendatarios, reemplazando a los propietarios por entidades comunitarias, parcelando las grandes explotaciones o transfiriendo determinadas tierras del Estado a individuos” (Banco Mundial, 1974, citado por Stein, 2020).
Y sin embargo, a comienzos de la década de 1980, el capítulo de las reformas agrarias se cierra abruptamente. Bajo el efecto combinado de dinámicas políticas internas (golpes de Estado militares en los años sesenta y setenta, llegada al poder de fuerzas conservadoras y/o liberales), de presiones económicas externas (crisis de la deuda, programas de ajuste estructural, exigencias de reducción del papel del Estado, etc.) y, más tarde, con la pérdida de credibilidad del proyecto socialista como consecuencia del derrumbe del bloque soviético, estas reformas quedan radicalmente cuestionadas, abandonadas o, en el mejor de los casos, profundamente diluidas en los países que las habían iniciado (véanse los artículos de Franco y Borras, y de Ballivián et al. en este volumen).
En un mundo atravesado por profundas transformaciones (éxodo rural masivo y urbanización acelerada, intensificación del modelo productivista orientado a la exportación, hegemonía del dogma neoliberal, entre otros), la cuestión agraria desaparece progresivamente de las prioridades tanto nacionales como internacionales.
La política agraria, antes centrada en la reducción de las desigualdades en el acceso a la tierra, también ve transformarse sus finalidades. La ambición de redistribución y de transformación social va cediendo progresivamente el paso a un enfoque técnico y despolitizado de la cuestión agraria, centrado casi exclusivamente en la formalización de derechos, la entrega de títulos de propiedad individuales y una reforma de la gobernanza de la tierra, todo ello en línea con las lógicas del mercado y los imperativos de competitividad. Ya no se trata de repensar las estructuras agrarias, sino de organizar los mercados de tierras y garantizar su buen funcionamiento.
Sintomática de este cambio de paradigma, la propia expresión “reforma agraria redistributiva” ya apenas es utilizada fuera de los movimientos campesinos y sus aliados. Relegada a los márgenes del debate político e institucional, parece hoy pertenecer a otro tiempo. Como ya señalaba Luc Cambrézy a mediados de los años noventa : “Cuando aún se habla de formas colectivas de apropiación o uso de la tierra, es mucho más para analizar las modalidades de su privatización - y con razón - que para considerar las razones que, en muchas situaciones, justificarían serias reformas agrarias. En fin, las reformas agrarias ya no son una solución efectiva, y poco a poco parece instalarse una especie de consenso por defecto, ante la falta de alternativas, que termina por aceptar que la cuestión de la desigual distribución de la tierra, al no existir opciones ideológicas capaces de contrapesar el neoliberalismo dominante, ya no es un asunto de actualidad” (1995).
¿Obsoletas, superadas entonces, las reformas agrarias ? La agravación de las desigualdades en el acceso a la tierra en las últimas décadas, la persistencia de la pobreza en las zonas rurales del Sur y las presiones comerciales, climáticas y ecológicas sin precedentes que pesan sobre las tierras muestran, por el contrario, su candente actualidad. En un contexto de crisis múltiples, las políticas redistributivas se imponen más que nunca. Pero para hacer frente a los desafíos contemporáneos, no pueden limitarse a reproducir los modelos del pasado : deben ser repensadas, ampliadas y ancladas en las luchas sociales y ambientales de hoy. En estas condiciones, la reforma agraria puede volver a ser un verdadero motor de transformación política y una herramienta de justicia social. Esta nueva entrega de Alternatives Sud está dedicada al renovado interés por esta cuestión, a la luz de las experiencias pasadas y de los desafíos presentes y por venir.
Reformas agrarias obstaculizadas, inacabadas y cuestionadas
Considerada como la “edad de oro” de las reformas agrarias, la etapa que se extiende desde 1915 - año de la primera ley agraria en México - hasta comienzos de la década de 1980 se caracteriza por la puesta en marcha de numerosas políticas de redistribución de tierras, especialmente allí donde la estructura de la propiedad era polarizada, rígida y fuente de fuertes tensiones sociales.
Apoyándose en dos grandes referencias, la equidad y la eficacia económica, movilizadas simultáneamente o no, las reformas más radicales en el Sur fueron, en muchos casos, el resultado de importantes conmociones políticas : revueltas campesinas y revoluciones (México, Bolivia, China, Cuba, etc.), guerras de independencia (Argelia, Vietnam, Mozambique, etc.), ocupaciones militares tras la Segunda Guerra Mundial (Japón, Corea, Taiwán), victorias de movimientos políticos radicales (Egipto, Kerala en la India, Chile, etc.) o la llegada al poder de regímenes militares progresistas (como en el caso de Perú).
En la mayoría de estos casos, las reformas se integraban entonces en proyectos más amplios de reconstrucción o consolidación nacional, e incluso de experimentación económica, como la política de industrialización por sustitución de importaciones (Léonard y Colin, 2023). Otras reformas, mucho menos ambiciosas, respondían más bien a una lógica de apaciguamiento o neutralización de los movimientos campesinos, como aquellas implementadas en el marco de la Alianza para el Progreso, una iniciativa impulsada por Washington para contener la influencia comunista en América Latina.
En numerosos países del Sur, sin embargo, las demandas a favor de la reforma agraria se toparon rápidamente con la intransigencia de las élites terratenientes y fueron sofocadas en su origen. Bajo el pretexto de luchar contra la subversión comunista, los proyectos reformistas fueron enterrados en Indonesia y Brasil tras golpes de Estado militares (véanse el artículo de Li y la entrevista a Stédile en este volumen). En ambos casos, la política agraria de los regímenes autoritarios que se impusieron entonces, marcada por una represión implacable de los movimientos campesinos, se redujo a operaciones de colonización de las fronteras agrícolas, con el fin de apaciguar las tensiones sin cuestionar los fundamentos de la estructura de propiedad existente. Se trataba, en suma, de desviar la reforma de sus objetivos redistributivos, ofreciendo, como proclamaba el eslogan de los militares brasileños, “una tierra sin hombres para hombres sin tierra”.
En ambos países, los procesos de democratización (en Brasil en los años ochenta, en Indonesia en los noventa) reavivaron, ciertamente, los proyectos de reforma agraria - como también ocurrió en Sudáfrica tras el apartheid o en América Central a raíz de acuerdos de paz. Pero estas iniciativas surgieron en un contexto en el que las políticas redistributivas ya habían perdido gran parte de su credibilidad a los ojos de numerosos dirigentes y de las agencias internacionales de desarrollo.
A raíz de la crisis de la deuda, de las reformas liberales de los años ochenta y, más ampliamente, del cambio de paradigma que supuso el reemplazo del desarrollo dirigido por el Estado por una integración competitiva en la economía mundial, la legitimidad de las políticas agrarias redistributivas fue profundamente cuestionada, incluso en países como México, donde formaban parte del patrimonio nacional (Cambrézy, 1995). Consideradas demasiado costosas en tiempos de austeridad, políticamente delicadas y poco eficaces para reducir la pobreza o estimular el crecimiento, fueron progresivamente marginadas.
La expansión de la agroindustria, junto con la prioridad otorgada a la privatización, la desregulación y la apertura a las inversiones extranjeras, las relegaron luego al último lugar de la agenda política. En todos los lugares donde se impuso el neoliberalismo, los logros de las reformas anteriores fueron revisados y sus dispositivos desmantelados en nombre del libre juego del mercado, al igual que otras políticas de apoyo al mundo rural. Hacia principios de la década de 1990, solo algunos Estados del Sur mantenían programas redistributivos, mientras que la reforma agraria desaparecía progresivamente de las prioridades internacionales. Pero el retiro del Estado, el desmantelamiento de las políticas públicas dirigidas al campo y la apertura acelerada de los mercados trastocaron, al mismo tiempo, los equilibrios rurales : se profundizaron las desigualdades en el acceso a la tierra, aumentó la inseguridad y se multiplicaron los conflictos relacionados con el acceso a la tierra.
Frente a estas tensiones persistentes, el Banco Mundial, tras más de una década de retiro, terminó por realizar un regreso notable al terreno de las políticas agrarias y de tierras. Apoyándose en una crítica radical a las reformas estatales anteriores - denunciadas como costosas, ineficaces, burocráticas, clientelistas y coercitivas -, esboza los contornos de una nueva generación de reformas alineadas con los principios del liberalismo triunfante (Pereira, 2021 ; Léonard y Colin, 2023).
Nuevos enfoques sobre la cuestión de la tierra
Las “reformas agrarias asistidas por el mercado”
Desde mediados de los años 1990, el Banco Mundial inicia efectivamente un giro decisivo en su enfoque de la cuestión de la tierra, promoviendo un nuevo tipo de reforma denominada “redistributiva”, supuestamente destinada a responder de manera óptima a los desafíos planteados por la excesiva concentración de tierras y a las tensiones sociales que esta genera, particularmente en América Latina, Asia y África austral : la “reforma agraria asistida por el mercado” (véanse los artículos de Franco y Borras, de Ballivián et al. y de Rojas Herrera en este Alternatives Sud). Presentándose como una alternativa “moderna” - es decir, más en sintonía con el espíritu del tiempo - a las reformas redistributivas tradicionales basadas en la expropiación por parte del Estado de las grandes propiedades privadas, esta nueva orientación pretende ser al mismo tiempo más eficiente desde el punto de vista económico y más “aceptable” políticamente, porque se supone que “respetan” los derechos de todas las partes involucradas.
Pronto puesta en marcha en una serie de países (Brasil, Colombia, Guatemala, Sudáfrica, Filipinas, etc.) bajo modalidades diversas, esta nueva generación de reformas, también calificadas de “pro-pobres”, busca romper con la lógica llamada “coercitiva” de las antiguas políticas redistributivas. Ya no se trata de forzar la transferencia de tierras, sino de fomentarla a través de transacciones libres y voluntarias entre vendedores y compradores de mutuo acuerdo : por un lado, grandes propietarios dispuestos a ceder una parte de su patrimonio ; por el otro, campesinos·nas sin tierra del medio rural, aparceros·ras, trabajadores y trabajadoras agrícolas, o pequeños y pequeñas productores agrícolas en busca de tierra. El principio cardinal que guía estas reformas pasa así a ser el de una redistribución a través del juego de la oferta y la demanda.
Desde esta perspectiva, toda intervención directa del Estado - ya se trate de establecer un límite a la superficie de las explotaciones o de imponer restricciones a la venta o el alquiler de tierras - es percibida como una distorsión perjudicial. El Banco Mundial considera, en efecto, que para que estas reformas tengan éxito, deben reunirse una serie de condiciones previas : liberalización completa del mercado de tierras, eliminación de cualquier barrera a su buen funcionamiento y, sobre todo, reconocimiento formal y registro de los derechos de propiedad individual. Todas estas medidas son consideradas igualmente indispensables para revitalizar la agricultura familiar y para la (re)activación del crecimiento en las zonas rurales (véase más adelante).
Ciertamente, el Estado no queda completamente al margen del proceso. Pero su papel se redefine profundamente : ya no interviene como actor central, sino como un simple facilitador, encargado de organizar el marco de esta transacción y, si es necesario, de otorgar subsidios, créditos o garantías a quienes aspiran a acceder a la tierra sin contar con los medios para hacerlo, por medio de agencias públicas o parapúblicas. Los llamados “beneficiarios” son alentados a organizarse en colectivos - cooperativas, sindicatos, organizaciones de productores - para reforzar su poder de negociación en un mercado que se supone abierto, pero cuyos equilibrios de poder siguen siendo profundamente desiguales (véase Lahiff et al., 2007 ; Pereira, 2021 ; Léonard y Colin, 2023).
Detrás de esta ingeniería institucional se perfila, en realidad, un proyecto sobre la tierra arraigado en el pensamiento liberal clásico : la privatización y la garantía de los derechos sobre la tierra, combinadas con un mercado fluido y transparente, asegurarían una mejor asignación de los recursos, estimulando la inversión y la productividad. Allí donde se ha aplicado, bajo modalidades variables, esta reforma agraria “asistida por el mercado” no solo ha redefinido las condiciones de acceso a la tierra, sino que también ha redefinido el papel y el lugar de los poderes públicos, al mismo tiempo que ha delimitado el espacio de lo “factible”, lo “posible” y lo “deseable” en materia de políticas agrarias, dentro del marco neoliberal (véase Borras y Franco, 2010 ; y Franco y Borras en este volumen).
Políticas de aseguramiento de la tenencia de la tierra
A partir de los años 1990, la seguridad de la tenencia de la tierra se erige también en pilar de las nuevas políticas “pro-pobres” del Banco Mundial dirigidas al mundo rural. Presentada como un medio para proteger a los·y las campesinos·nas frente al despojo o al acaparamiento de sus tierras, para estimular la inversión, facilitar el acceso al crédito, dinamizar los mercados de tierras y de arrendamiento o incluso fomentar las empresas conjuntas, esta orientación se apoya además en un postulado central : un derecho de propiedad formal, jurídicamente reconocido, garantizaría a las pequeñas y pequeños productores agrícolas una seguridad suficiente para liberar sus capacidades de iniciativa, aumentar su productividad y, en última instancia, mejorar su rentabilidad (Stein, 2020).
Este postulado, inspirado en los economistas neoclásicos, va acompañado, al mismo tiempo, de un descrédito implícito hacia los regímenes consuetudinarios y las formas de tenencia informal, considerados como obstáculos para la modernización agrícola. Desde esta perspectiva, la inseguridad jurídica que rodea los derechos sobre la tierra sería, en efecto, uno de los principales factores que explican el bajo rendimiento agrícola y la persistencia de la pobreza rural, particularmente en África subsahariana, donde más del 90 % de las tierras no estarían formalmente registradas (Íbid.). A menudo asociadas a políticas de descentralización de los servicios de tierras, estas políticas de formalización/securización de los derechos también tendrían otras virtudes : consideradas instrumentos de “buena gobernanza”, contribuirían así a reducir los conflictos por la tierra, a mitigar la corrupción y a disminuir los costos de transacción asociados al acceso a la tierra (Delcourt, 2018 ; Stein, 2020).
Con el tiempo, se va cristalizando un consenso internacional en torno a esta visión, inspirada en las tesis de Hernando de Soto, según las cuales el reconocimiento legal de los activos informales permitiría a los más pobres integrarse plenamente en la economía de mercado y serviría de palanca para el crecimiento rural, como lo demostraría la trayectoria de los países desarrollados. En esta perspectiva se crea, en 2005, la Comisión para la Autonomización Jurídica de los Pobres (CLEP), bajo el auspicio de las Naciones Unidas y con el apoyo de numerosas figuras influyentes. Su objetivo : “aliviar la pobreza reconociendo legalmente los derechos de propiedad de las personas en situación extrajurídica y permitirles así integrarse en la economía formal” (Stein, 2020). Paralelamente, una multitud de actores - agencias de desarrollo, ONG, financiadores públicos y privados - se involucra en la puesta en marcha de programas de aseguramiento de la tenencia de la tierra, primero en el marco de los Objetivos del Milenio para el Desarrollo, y posteriormente en el de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
De hecho, como señala Howard Stein, desde hace unos veinte años, las instituciones de desarrollo, tanto nacionales como internacionales, parecen guiadas por un verdadero “fetichismo del título” (Ibid.). La formalización de los derechos sobre la tierra se ha convertido en una especie de panacea, una solución milagrosa a la que se atribuyen múltiples virtudes : facilitar el acceso al crédito, incentivar la inversión, garantizar los derechos de las mujeres, dinamizar los mercados de tierras, reducir los conflictos, mejorar la transparencia, entre otras. Presentada como una evidencia incuestionable, esta solución se basa en la idea de que el título de propiedad permitiría a los más pobres “despertar” su capital muerto. Más recientemente, la seguridad en la tenencia de la tierra ha sido incluso elevada a la categoría de herramienta de adaptación al cambio climático y de fortalecimiento de la resiliencia (véase el artículo de Franco y Borras en este Alternatives Sud).
Presentadas como una respuesta universal a una inseguridad en la tenencia de la tierra elevada a la categoría de problema global, estas reformas centradas en el reconocimiento local y el registro individual de los derechos encontraron en África un terreno de aplicación privilegiado. Al haber quedado en gran medida al margen de las políticas redistributivas implementadas en otras regiones del mundo, el continente se ha convertido en el laboratorio de un enfoque que convierte el título de propiedad en un remedio contra la exclusión y la pobreza. Tanto es así que, hoy en día, cerca de cuarenta países africanos han incorporado esta lógica en sus políticas de tierras (véase el artículo de Shinichi Takeuchi en este volumen).
Pero esta visión tecnocrática, que sacraliza la herramienta jurídica, deja de lado cuestiones fundamentales : la centralidad de las desigualdades en el acceso a la tierra, la naturaleza multidimensional de esta, su arraigo sociopolítico. Detrás de la aparente neutralidad de un simple procedimiento de registro, se oculta todo un entramado de poderes, relaciones sociales y disputas simbólicas en torno a la tierra.
Contradicciones e impases de las nuevas políticas de tierras
Recurso vital, base de la alimentación y herramienta de seguridad y reproducción social, la tierra se encuentra en el corazón de las identidades y las culturas. Moldea las trayectorias individuales y colectivas. Crisol de desigualdades, es también un poderoso vector de concentración del poder y la riqueza. Para la mayoría de las poblaciones rurales, se asocia con exclusión y desposesión ; para una minoría de grandes propietarios, representa un instrumento de opulencia y dominación. Por eso, como señala Howard Stein, la tierra constituye “una cuestión increíblemente central para el desarrollo, y su distribución debería ser una preocupación fundamental” (Land Portal, 2019).
Ahora bien, al adoptar una visión reduccionista, tecnicista y despolitizada de la cuestión de la tierra, los enfoques promovidos por las instituciones internacionales y aplicados por numerosos gobiernos del Sur global ignoran esta complejidad. La tierra queda reducida a un simple recurso económico : un factor de producción comercializable en los mercados. Esta lectura se basa, además, en una “concepción rígida y absolutista de la propiedad” (Merlet, en CETRI, 2025b), que elimina los entramados de derechos existentes, desconoce las relaciones de poder que estructuran el acceso a la tierra y oculta sus dimensiones sociales, políticas, culturales y ecológicas.
En contextos de fuerte concentración de tierras y de estructuras agrarias profundamente desiguales, los objetivos redistributivos no han desaparecido por completo de los discursos sobre la reforma agraria basada en el mercado. Sin embargo, creer que una redistribución confiada únicamente a las leyes de la oferta y la demanda beneficiará espontáneamente a los más pobres y revitalizará tanto la agricultura familiar como la economía rural responde a una visión simplista y sesgada ideológicamente de las dinámicas agrarias.
No debe sorprender, por tanto, que estas políticas hayan desembocado, casi en todas partes, en fracasos (Lahiff et al., 2007 ; Pereira, 2021). Como recuerdan Éric Léonard y Jean-Philippe Colin (2023), “la superficie de tierras transferidas ha permanecido modesta, muy por debajo de los volúmenes generados por las reformas agrarias clásicas”. En muchos casos, incluso han producido el efecto contrario al buscado. ¿Cómo podría haber sido de otro modo, si se pide a los más pobres que compren la tierra… a los ricos ?
De hecho, presentadas como instrumentos de democratización del acceso a la tierra, estas reformas han debilitado en muchos casos a los pequeños productores más de lo que han contribuido a su emancipación. Carentes de los recursos y del apoyo técnico necesarios para valorizar sus tierras, muchos de ellos han caído en el endeudamiento, incapaces de hacer frente tanto al coste de adquisición del terreno como a las inversiones indispensables para la producción. Y ello, más aún cuando las tierras cedidas eran a menudo de mala calidad o se encontraban en zonas marginales, lo que reducía considerablemente su potencial productivo. En cuanto a las medidas de acompañamiento prometidas a los pequeños y pequeñas productores - créditos, formación, apoyo técnico -, con demasiada frecuencia se han revelado insuficientes, esporádicas o incluso inexistentes.
En teoría, el mercado debía facilitar el acceso a la tierra ; en la práctica, ha reforzado el control de los grandes propietarios, que han seguido dominando las transacciones y, por tanto, las reglas del juego. Lejos de corregir los desequilibrios, estas políticas han contribuido con frecuencia a profundizarlos, acentuando la concentración de la propiedad y marginando aún más a los pequeños campesinos, en beneficio de los actores con mayores recursos. Diseñadas para romper con el clientelismo, la corrupción y las injerencias políticas, estas reformas han beneficiado en los hechos sobre todo a las élites rurales y a las clientelas del poder, a menudo expertas en el arte de desviar los mecanismos en su propio favor. Llevada al extremo, esta lógica ha llegado incluso a producir efectos aún más desastrosos : como señala Itayosara Rojas Herrera en este número de Alternatives Sud, la reforma agraria asistida por el mercado habría proporcionado un marco legal e institucional para el despojo de tierras por parte de grupos paramilitares.
Las políticas de aseguramiento de la tenencia mediante la formalización de los derechos, que pretendían modernizar la agricultura, atraer inversiones y dinamizar los mercados, tampoco han respondido a las expectativas. En ausencia de políticas de acompañamiento ambiciosas (apoyo técnico y financiero, infraestructuras, planificación territorial, etc.), los beneficios han sido limitados. El acceso al crédito sigue siendo restringido, la inversión marginal y las ganancias de productividad meramente anecdóticas.
Peor aún, estas políticas han excluido con frecuencia a las poblaciones rurales más vulnerables : personas sin tierra, aparceros, mujeres, jóvenes, pastores nómadas, y trabajadores y trabajadoras agrícolas. Lejos de haber sido un instrumento de equidad, el aseguramiento de la tenencia se ha transformado en una herramienta de formalización de las desigualdades (véase Borras en este volumen). Al debilitar las normas consuetudinarias, han socavado los mecanismos de solidaridad sin lograr prevenir los conflictos. Y, pese a estar destinada a reducir la corrupción, la descentralización de estas políticas ha reforzado el control de las élites locales (jefes tradicionales, notables, etc.) sobre la tierra, a menudo en connivencia con el poder oficial, en perjuicio de los pequeños productores (véase Stein, 2020 ; y Shinichi Takeuchi en esta obra).
Por otra parte, la formalización de los derechos no ha impedido el fraccionamiento progresivo de las pequeñas propiedades, lo que ha provocado una pérdida de viabilidad de las explotaciones y ha obligado a numerosos productores a vender o arrendar sus tierras a los actores con mayores recursos (Delcourt, 2018). Este proceso, que ha acentuado la concentración de la tierra en detrimento de las familias campesinas, se ha visto además reforzado en la medida en que los gobiernos del Sur han abierto sus puertas a los inversionistas extranjeros, ofreciéndoles una seguridad jurídica reforzada (Stein, 2020).
Varios especialistas no dudan en calificar este fenómeno como una “acumulación por la formalización” (Maganga et al., 2016) o “por la titulación” (Torres-Mazuera, 2022). Tal es el paradoja de las políticas de aseguramiento de la tenencia : concebidas para proteger la tenencia campesina, hacen posibles formas de apropiación legal de la tierra. No resulta, pues, sorprendente que estas reformas hayan sido a menudo promovidas por inversionistas extranjeros y élites locales (Stein, 2023). Lo que aparenta ser un avance hacia la equidad se revela así como una herramienta de concentración de la tierra, disimulada bajo la apariencia de la seguridad en la tenencia (véase el artículo de Franco y Borras en esta obra).
Ciertamente, el reconocimiento formal de los derechos sobre la tierra, sean estos individuales o colectivos, puede resultar necesario, especialmente en contextos marcados por una inseguridad en la tenencia generalizada. Pero es imprescindible que ese reconocimiento vaya acompañado de otras políticas decididas, ambiciosas y coherentes : políticas de acceso equitativo a la tierra, apoyo a la agricultura familiar, regulación de los mercados de tierras o control de las inversiones. De lo contrario, las desigualdades en el acceso a la tierra no podrán sino agravarse, ampliando aún más la brecha entre quienes poseen tierras y quienes no poseen ninguna o no las suficientes (Delcourt, 2018).
Sea como sea, en términos generales, las políticas aplicadas durante las tres últimas décadas han fracasado rotundamente en responder al desafío de las desigualdades en el acceso a la tierra. Como lo muestra un estudio conjunto de la International Land Coalition y Oxfam (2020), estas desigualdades se han agravado en todo el mundo en las últimas décadas : el 1 % de las explotaciones más grandes posee actualmente el 70 % de las tierras cultivables, mientras que el 84 % de las fincas - a menudo familiares - apenas accede al 12 % de las tierras. Este desequilibrio es particularmente marcado en América Latina y en los países del Norte, mientras que en Asia y África millones de campesinos·nas se enfrentan a un fraccionamiento extremo de sus parcelas, que compromete la viabilidad de sus explotaciones.
Sin un cambio de rumbo radical que sitúe a los·las perdedores·ras de la globalización y de las políticas agrarias actuales en el centro de las prioridades, estas dinámicas no harán sino agravarse. Más aún cuando nuevas presiones - especulativas, extractivas, medioambientales - intensifican las tensiones en torno a la tierra, amenazando incluso la supervivencia de las agriculturas campesinas, que, conviene recordarlo, alimentan a más de dos tercios de la población mundial.
Presiones inéditas sobre la tierra
Estas presiones inéditas sobre la tierra han sido identificadas con precisión por el IPES-Food (International Panel of Experts on Sustainable Food Systems), que, en un informe reciente (2024), pone en evidencia cuatro tendencias interdependientes que profundizan las desigualdades en el acceso a la tierra, restringen dicho acceso y exacerban los conflictos vinculados al control de los recursos.
El acaparamiento de tierras denominado “2.0” es la primera de estas tendencias. Reavivado por los discursos sobre la necesidad de “alimentar al planeta”, prolonga una dinámica que cobró fuerza tras las crisis alimentaria y financiera de 2008-2009, y que fue reactivada por el alza de los precios agrícolas tras la pandemia de covid-19 y la guerra en Ucrania. Cada año, en efecto, vastas extensiones de tierra pasan de manos de pequeños agricultores, ganaderos o comunidades indígenas a manos de grandes explotaciones, empresas multinacionales y, cada vez más, operadores financieros (fondos de inversión, fondos de pensiones, etc.), mediante compras, concesiones o contratos de arrendamiento. El valor de la tierra, transformada en un activo especulativo, tiende así a dispararse, volviéndola cada vez más inaccesible para los pequeños productores familiares.
Al mismo tiempo, este acaparamiento 2.0, que ya no se limita únicamente a la tierra, sino que también apunta al agua y a otros recursos esenciales, es fomentado por la mayoría de los gobiernos del Sur, que multiplican las medidas destinadas a atraer inversiones : acuerdos comerciales, desregulación de los mercados, incentivos fiscales, creación de zonas económicas especiales o de corredores de crecimiento (véase CETRI, 2019). Incluso la seguridad jurídica y la digitalización de los registros de propiedad, presentadas como garantías de transparencia, se han convertido hoy en herramientas que facilitan estas adquisiciones masivas, acelerando la desposesión de las comunidades rurales (Stein, 2020 ; IPES-Food, 2024).
Una segunda dinámica también está cobrando fuerza, impulsada por el discurso ecológico : la del acaparamiento verde (véase CETRI, 2025a). Cada vez más gobiernos, grandes empresas y actores financieros se apropian de vastas extensiones de tierra en nombre de la conservación, del “beneficio neto en biodiversidad” o de la compensación de carbono - mercados valorados en 414 mil millones de dólares en 2023, y que podrían alcanzar los 1800 mil millones de aquí a 2030 (IPES-Food, 2024).
La lucha contra el cambio climático y las políticas de transición energética generan, paradójicamente, nuevas formas de acaparamiento de tierras. Los mecanismos de compensación redefinen su valor, desvinculándolas de su función alimentaria y de otros usos, para transformarlas en activos financieros, lo que facilita importantes transferencias de tierras en detrimento de las comunidades. Y esta dinámica debería intensificarse aún más en el futuro, dado que los gobiernos se han comprometido a destinar a las iniciativas de “eliminación del carbono” una superficie equivalente al conjunto de las tierras cultivadas en el mundo, es decir, cerca de 1,2 mil millones de hectáreas (Ibid.).
Los proyectos de energía renovable - parques solares, eólicos, hidrógeno verde - se suman a esta presión. Ya en la actualidad, el 20 % del total de las transacciones de tierras correspondería a la producción de agrocarburantes, energía verde y proyectos de conservación, superando los acaparamientos de tierras más convencionales (Ibid.). Aunque centrados en la descarbonización, estos proyectos implican a menudo la conversión de tierras agrícolas productivas y la reasignación de los recursos hídricos, lo que agrava los conflictos por la tierra y acentúa la marginación de las comunidades rurales.
La tercera tendencia es consecuencia de la expansión de las industrias extractivas, de la urbanización descontrolada y de la multiplicación de grandes proyectos de infraestructura. La creciente dependencia de los minerales indispensables para la transición energética empuja a la industria minera a ampliar su control sobre las tierras, a costa de daños a menudo irreversibles para los ecosistemas y las comunidades que dependen de ellos. Expulsiones forzadas, acaparamiento de recursos hídricos, contaminación de acuíferos, etc… los daños son múltiples y profundos (véase CETRI, 2023). Vastas superficies agrícolas y zonas ricas en biodiversidad son transformadas para satisfacer las crecientes demandas de esta industria. Un estudio reciente estima en más de 7,7 millones de hectáreas la superficie actualmente ocupada por la minería en el mundo (de las cuales un 10 % se encuentra en zonas protegidas), mientras que el 14 % de las grandes adquisiciones de tierras en la última década está directamente vinculado a proyectos mineros (IPES-Food, 2024).
A esta presión minera se suman otras, no menos graves, como la urbanización descontrolada y el desarrollo de infraestructuras. Carreteras, represas, zonas industriales : otros tantos proyectos que van devorando poco a poco las tierras agrícolas y los territorios de los pueblos indígenas. Esta tendencia resulta aún más preocupante si se considera que muchos Estados debilitan la legislación ambiental y los derechos de las poblaciones afectadas, al tiempo que refuerzan las protecciones jurídicas concedidas a los inversionistas.
Por último, como cuarta tendencia, la reconfiguración de los sistemas alimentarios viene a aportar su grano de arena al conjunto (véase CETRI, 2021). La expansión de la agricultura industrial y de los monocultivos margina cada vez más a la agricultura familiar, acelera las dinámicas de éxodo rural o absorbe a los pequeños productores en cadenas de valor inequitativas, reduciendo su autonomía o convirtiéndolos en obreros agrícolas en sus propias tierras. Esta dinámica, agravada por la especulación sobre la tierra y el aumento del costo de los insumos, precipita a numerosos agricultores en el endeudamiento, privándolos poco a poco del control sobre sus tierras en beneficio de las grandes empresas, que imponen las decisiones y condiciones de producción, mientras que la intensificación agrícola y la estandarización de los cultivos empobrecen y degradan los suelos.
Los efectos de estas dinámicas se hacen sentir con crudeza a escala planetaria : cerca del 80 % de las tierras arables están hoy degradadas, mientras que más de 1.300 millones de productores agrícolas permanecen atrapados en un círculo infernal de pobreza y disminución de la productividad. Desde las colinas del Chocó en Colombia hasta las llanuras del Guyarat en la India, las comunidades rurales son desplazadas, sus tierras fragmentadas o contaminadas, sus saberes tradicionales, modos de vida y vínculos sociales borrados por el avance implacable del lucro (IPES-Food, 2024). Detrás del atractivo barniz del progreso, enarbolado por las nuevas orientaciones económicas, se perfila en realidad una dinámica de desposesión a la vez masiva, metódica y silenciosa : un verdadero proceso de contrarreforma agraria que no se nombra como tal (véase Ballivián et al. en esta obra).
Reinventar la reforma agraria : un imperativo socioeconómico, político y ecológico
Para revertir estas dinámicas nocivas, reequilibrar las relaciones de poder en favor de los·las campesinos·nas y de los pueblos indígenas, y mejorar las condiciones de vida en las zonas rurales, al tiempo que se responde al desafío ecológico, se impone más que nunca una revisión profunda de las políticas agrarias y de tierras. Relegada desde los años ochenta al rango de reliquia ideológica, la cuestión de la redistribución de la tierra debe volver a ocupar un lugar central como instrumento clave de las estrategias de desarrollo rural.
No solo en nombre de la justicia social o por un imperativo moral, sino también por razones de eficacia económica, como lo señalaba con acierto el ex relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación, Olivier De Schutter (2010) : “Un análisis del Banco Mundial realizado en 2003 sobre las políticas de tierras en 73 países entre 1960 y 2000 revela que aquellos que emprendieron una redistribución inicial más equitativa de la tierra registraron tasas de crecimiento dos a tres veces superiores a las de aquellos donde la distribución de la tierra permaneció desigual. [...] El potencial de reducción de la pobreza que ofrece una distribución más justa de la tierra se confirma mediante análisis estadísticos, según los cuales una reducción de un tercio en el índice de desigualdad en la tenencia de la tierra conlleva una disminución de la pobreza a la mitad en un período de 12 a 14 años.”
Las reformas agrarias llevadas a cabo en Asia tras la Segunda Guerra Mundial ofrecen una demostración contundente : permitieron un aumento promedio del 30% en los ingresos del 80% de los hogares beneficiados. En Taiwán, Corea del Sur y Japón, estas reformas también desempeñaron un papel clave en el proceso de industrialización (véase el artículo de Li más adelante). Pero, como recuerda Michel Merlet, “los fracasos y desvíos de numerosas reformas agrarias en el siglo 20 han contribuido a hacer olvidar el papel crucial que algunas de ellas desempeñaron, sin embargo, en el desarrollo de países hoy considerados modelos de éxito económico” (2014).
Ciertamente, los modelos de reforma agraria ensayados en el siglo 20 no pueden ser reproducidos tal cual. Sus límites, fracasos y la instrumentalización política de muchas de ellas invitan a extraer las lecciones del pasado para imaginar formas renovadas de intervención en el ámbito de la tierra. Estas reformas deberán adaptarse a las especificidades de cada contexto nacional y articularse con los grandes desafíos de nuestro tiempo : la lucha contra el cambio climático, la preservación de la biodiversidad y la justicia social.
Combinando el reconocimiento de derechos, el acceso equitativo a la tierra y a los recursos productivos, y, allí donde sea necesario, la restitución de los territorios despojados, estas políticas deberán dirigirse prioritariamente a quienes las dinámicas actuales de crecimiento han marginado o relegado a la invisibilidad : mujeres, jóvenes, pueblos indígenas, pastores nómadas, trabajadores·ras agrícolas, etc. Pero para que sean justas y sostenibles, también deberán procurar no reproducir las tensiones que, en el pasado, comprometieron muchas iniciativas por no haber tenido en cuenta la pluralidad de actores que conforman la sociedad rural y las dinámicas de diferenciación en juego. Se tratará de velar por que los intereses de los distintos grupos implicados no se enfrenten entre sí, sino que se consideren en una lógica de complementariedad, respetuosa de la diversidad de modos de vida y de las múltiples relaciones con la tierra (Borras y Franco, 2010 ; McKay, 2017).
Reforzar la participación de estos grupos en la elaboración de las políticas de tierras es igualmente esencial. La falta de adhesión - o incluso la desconfianza - de las poblaciones implicadas ha constituido a menudo un obstáculo mayor para la viabilidad de las reformas del pasado, con demasiada frecuencia concebidas desde arriba, sin arraigo en las realidades vividas ni reconocimiento de las dinámicas locales (Jessenne et al., 2016 ; Borras y Franco, 2010). La nueva generación de reformas deberá romper con esta lógica vertical y tecnocrática para inscribirse en un enfoque de emancipación basado en la autonomía, el compromiso y la capacidad de acción de las propias comunidades rurales. Esto supone la instauración de verdaderos mecanismos de gobernanza participativa de la tierra, capaces de devolver la voz, el poder y la legitimidad a poblaciones históricamente marginadas.
Como bien lo señala Michel Merlet, “si se aspira a transformaciones duraderas, la cantidad de hectáreas redistribuidas importa menos que la capacidad de los beneficiarios para consolidar y hacer prosperar sus logros a largo plazo. Confiar únicamente en los Estados - en gran medida controlados por oligarquías o burguesías agrarias locales - para llevar a cabo estas reformas solo puede conducir al fracaso. Para que una reforma agraria funcione realmente, es imperativo apoyar y acompañar la estructuración de organizaciones locales capaces de garantizar una gobernanza autónoma y eficaz de las tierras redistribuidas” (CETRI, 2025b).
Pero esto implica también un fortalecimiento real de las capacidades productivas de las comunidades rurales, garantizándoles un acceso efectivo a conocimientos técnicos apropiados, condiciones de seguridad suficientes, agua, energía, recursos naturales, infraestructuras y circuitos de comercialización. El objetivo no es buscar una rentabilidad máxima ni imponer una inserción forzada en los mercados globalizados, sino arraigar estas dinámicas en una perspectiva de sostenibilidad económica, social y ambiental, apostando en particular por la promoción de prácticas agroecológicas (véase CETRI, 2014).
Porque esta nueva generación de reformas deberá también ocuparse de reparar los daños heredados de los modelos productivistas del pasado y de atenuar los efectos destructivos de una explotación ciega de los suelos y los recursos. Se tratará de crear las condiciones para una viabilidad a largo plazo, promoviendo usos del suelo respetuosos con los ecosistemas y favorables a la supervivencia de las generaciones futuras (véase el artículo de Rojas Herrera en este Alternatives Sud).
Para producir efectos tangibles y perdurar en el tiempo, estas reformas agrarias deberán ir necesariamente acompañadas de un conjunto coherente de medidas estructurales : reconocimiento de los múltiples estatutos de la tierra y de la pluralidad de derechos que se le asocian ; limitación del tamaño de las propiedades ; garantía de un acceso mínimo a la tierra para los habitantes del campo ; regulación de los mercados de tierras ; políticas comerciales que aseguren precios justos y estables para los productores ; programas de desarrollo territorial ; control estricto de las inversiones a gran escala y de las actividades de las empresas transnacionales ; apoyo público masivo a los productores locales ; fiscalidad progresiva ; mecanismos de protección social adaptados a las realidades rurales, etc.
En suma, estas reformas no pueden limitarse únicamente a la cuestión del acceso a la tierra. Deberán inscribirse en un proyecto más amplio de transformación socioeconómica, que articule soberanía sobre la tierra y soberanía alimentaria, justicia social y resiliencia ecológica (Merlet, 2014 ; CETRI, 2021).
Un proyecto de esta naturaleza no podrá, sin embargo, concretarse sin un compromiso colectivo de gran alcance, que trascienda el mundo estrictamente campesino y sea capaz de construir una verdadera correlación de fuerzas a escala de toda la sociedad. Debilitados por el declive de su peso demográfico y marginados en las esferas de decisión, los y las campesinas - como todas las personas que viven de la tierra - ya no pueden sostener por sí solos la ambición de una refundación agraria de tal magnitud. En contextos marcados por una polarización extrema en el acceso a la tierra, su capacidad de movilización, por valiosa que sea, no bastará para revertir las dinámicas de desigualdad en curso. Dicho de otro modo, las reformas agrarias por venir no podrán surgir de una presión campesina aislada : deberán apoyarse en un frente social amplio, portador de un proyecto político y societal compartido (Borras y Franco, 2010).
Para generar un impulso de tal magnitud, estas reformas deberán responder a aspiraciones colectivas profundas : garantizar soberanía y seguridad alimentaria, crear empleos duraderos, revitalizar los territorios (tanto rurales como urbanos) y preservar los ecosistemas. Es en esta perspectiva que se inscribe la noción de “reforma agraria popular”, promovida por el Movimiento de los Sin Tierra (MST) en Brasil : una reforma concebida para y con el conjunto de la sociedad (véase la entrevista con João Pedro Stédile en este volumen).
En este sentido, las reformas agrarias del siglo XX no pueden basarse en simples compromisos voluntarios, códigos de buena conducta o algún tipo de “arreglo” aceptable para todas las partes (véase el artículo de Li en esta obra). No se trata de “ejercicio[s] tecnocrático[s]”, sino de “acontecimiento[s] político[s] transformador[es], que plantea[n] cuestiones fundamentales y supone[n] a menudo desmantelar coaliciones de intereses poderosos” (Léonard y Colin, 2023). Deben, por tanto, anclarse necesariamente en una correlación de fuerzas asumida, capaz de impugnar los centros de poder establecidos y de afirmar la primacía del derecho a la tierra, a la alimentación y a la justicia social.
Una ambición de esta naturaleza exige, por supuesto, la construcción de alianzas sociales capaces de superar las divisiones de clase, sector y territorio. Porque las amenazas a las que nos enfrentamos - desajuste climático, colapso de la biodiversidad, inseguridad alimentaria - son globales, al igual que las lógicas que las alimentan.