La pandemia de coronavirus lo ha pospuesto todo, eclipsado todo y revelado todo. Quedamos cortos de palabra. Paradójicamente ha enmascarado y desenmascarado, al mismo tiempo, la crisis ecológica que la precede, la supera y la sigue. Enmascarado, en el sentido de que primero la sacó del orden del día, retirándola de las “urgencias”, proscribiéndola de los “cuidados intensivos”, para luego favorecer un “desconfinamiento” sinónimo de “retorno a la normalidad”, o incluso de “revancha” productivista y consumista. Desenmascarado, en el sentido de que al ampliar las desigualdades y revelar, tanto antes como después del drama sanitario, los estrechos vínculos que nuestras formas de vivir en la Tierra establecen entre la salud y el medio ambiente, ha vuelto a movilizar las energías de quienes desean – hubieran deseado – reactivar la maquinaria sobre otras bases, socialmente más justas y ecológicamente más sostenibles.
En eso estamos. Enfrentando el mismo desafío que los científicos y activistas ambientales han estado encarando por medio siglo. Adaptar y revisar con urgencia, hoy más que nunca, los modos de producción de las grandes industrias y el nivel de consumo de las poblaciones más acomodadas. Mejor aún, obligarles y cambiarles. De lo contrario, se corre el riesgo de hipotecar el destino de las generaciones futuras al poner en peligro el de las presentes, cuyos componentes más vulnerables ya están sufriendo en carne propia la degradación sistemática y acelerada del medio ambiente.
En nuestra opinión, cinco controversias siguen frenando las energías transformadoras, cinco dilemas que deben ser resueltos airosamente. ¿La crisis ecológica : central o marginal ? ¿El Sur : concernido o indiferente ? ¿Las responsabilidades : comunes o diferenciadas ? ¿El capitalismo : gris o verde ? ¿El paradigma, reformado o transformado ? Los elementos de respuesta que siguen a continuación se inspiran libremente en las posiciones críticas de intelectuales y activistas de la causa ecológica, de Asia, África y América Latina, asociados al Centro Tricontinental, unos de los cuales firman los artículos que componen el presente Alternatives Sud.
¿La crisis ecológica : central o marginal ?
La magnitud del desastre ecológico, incesantemente cuantificada, es asombrosa. No pasa un mes sin que un nuevo informe académico o de la ONU, más alarmante que el anterior, corrobore la tendencia. No pasa un día sin que el balance mórbido de sus efectos (miles de muertes por contaminación atmosférica, contaminación del agua, amontonamiento de residuos, fumigación de cultivos, etc. ; miles de personas desplazadas por incendios forestales, sequías, inundaciones, hundimientos, etc.) se sume al balance del día anterior. Anunciados desde hace mucho tiempo y en aumento durante años a escala mundial, estos y muchos otros impactos causados por ecocidas y la depredación de la biodiversidad, confirman cotidianamente la gravedad de la crisis.
En lo que respecta a la deforestación, por ejemplo, cuyo ritmo y principales causas (la expansión de la agroindustria de exportación en el Sur) fueron analizados por el CETRI (2008) hace una docena de años, las últimas cifras son verdaderamente impresionantes. Según le Global Forest Watch, la cubierta forestal mundial ha perdido 240.000 km² en el año 2019, el tamaño del Reino Unido. Se trata de la tercera mayor pérdida desde el cambio de siglo, después de 2016 y 2017 (Le Monde, 3 de junio de 2020). En lo que respecta a las emisiones de gases de efecto invernadero, un nuevo estudio internacional publicado el 4 de mayo de 2020 (www.pnas.org) indica que la actual trayectoria amenaza directamente las condiciones de vida de un tercio de la población mundial en los próximos cincuenta años. Las tendencias en cuanto a la plastificación de los océanos, la toxificación de los organismos vivos, la desaparición de especies y otros son similares.
Y, sin embargo, contra vientos y mareas – en sentido estricto y figurado –, importantes sectores continúan pasando por alto el desastre en curso. En el mejor de los casos, poniéndolo en perspectiva, desdramatizándolo o minimizándolo. En el peor de los casos, ignorándolo, negándolo o refutándolo. No se hable aquí de la opinión pública, especialmente en los países pobres, donde la sensibilidad ambiental no es tan presente como en los hermosos barrios “eco-conscientes” de los países ricos. Pero más bien de aquellos sectores de poder – industriales transnacionales, círculos empresariales, políticos conservadores, economistas liberales... – que se niegan a reconsiderar la lógica de su modelo de crecimiento y acumulación en vista de sus callejones sin salida.
Callejones sin salida que incluso pretenden ignorar, si hemos de creer en el filósofo y sociólogo de la ciencia Bruno Latour (2017), quien ha estado atento desde el siglo pasado a la cuestión de los límites ambientales de la modernidad globalizada. Para él, la negación de la crisis ecológica, el desmantelamiento de los Estados de bienestar, la globalización desregulada y el agravamiento de las disparidades que obran desde la década de 1980 forman parte de un mismo fenómeno, por no decir de una “misma estrategia” de poderosos en apuros. A riesgo de asimilar esta estrategia – riesgo asumido por Latour – con una “conspiración” plutocrática.
“Las élites estaban tan convencidas con que no habría vida futura para todos”, escribe, “que decidieron deshacerse de todos los lastres de la solidaridad lo antes posible. Se trata de la desregulación. Decidieron construir una especie de fortaleza dorada para el pequeño porcentaje capaz de salirse con la suya. Se trata de la explosión de las desigualdades. Y, para ocultar el egoísmo craso de esta huida del mundo común, decidieron rechazar absolutamente la amenaza que proviene de esta loca carrera. Se trata de la negación de la mutación climática” (Latour, 2017).
El razonamiento se basa, entre otros ejemplos, en el episodio de ExxonMobil, que a principios de los años noventa, “con pleno conocimiento de causa” (teniendo en su haber la publicación de varios artículos científicos de calidad sobre los peligros del cambio climático), decidió invertir fuertemente en la extracción desenfrenada de petróleo con una campaña implacable que buscaba demostrar la “inexistencia de la amenaza” ambiental. Las noticias están repletas de otros casos en los que las multinacionales prominentes, ciegas a la realidad, prefieren mantener su desatinada posición. O esconderla, como el software utilizado por Volkswagen y por otros para reducir fraudulentamente las emisiones contaminantes durante las pruebas de homologación de nuevos motores.
La ecología divide, es un hecho. Pierre Charbonnier, autor de Une histoire environnementale des idées politiques, nos recuerda este hecho. ”El llamado a una ecología de comunión universal” cuya “misión que trasciende intereses individuales, opciones ideológicas y lenguajes políticos” resulta tanto más “mágica” y “contraproducente” por cuanto “las múltiples y abundantes líneas de fractura son omnipresentes" (2020). Separan a los actores que han asociado su destino a la economía de los combustibles fósiles y a la extracción agroindustrial de las poblaciones que pagan el precio por ello. También separan a los que pueden permitirse elegir un estilo de vida más saludable de los – “les premiers de corvée” – que simplemente buscan aumentar el nivel de la suya. La cuestión de la centralidad de la emergencia verde llega a dividir a los movimientos que luchan por un cambio de paradigma. Volveremos a esto.
¿El Sur : concernido o indiferente ?
Los múltiples índices e informes que miden y documentan la crisis ecológica y climática lo demuestran al unísono. Las primeras golpeadas son las regiones y poblaciones más vulnerables y afecta al Sur mucho más que al Norte. Prueba aquí también que, sin una gran reorientación política, el rociado no es el rociador. Y que aquellos lugares del globo o grupos sociales que se benefician menos del productivismo depredador y del consumismo oneroso que causan los desequilibrios ambientales, son los que más sufren.
Sea cual fuere la clasificación considerada, la de los riesgos para la salud, hábitats en peligro, inseguridad alimentaria, contaminación del agua, vulnerabilidad climática, etc., los países pobres ocupan sistemáticamente los primeros lugares. Y cuando se trata de clasificar las categorías de poblaciones afectadas, son inevitablemente los grupos dominados socialmente – indígenas, habitantes rurales, mujeres, campesinos, sectores informales, etc. – los que aparecen a la cabeza, con cómodos márgenes de ventaja. Mientras tanto, en Bélgica por ejemplo, donde únicamente las cantidades de soja importadas del Sur (principalmente para la ganadería) requerirían todo el territorio del país si tuvieran que producirse localmente (Greenpeace, 2019), es evidente que la adaptación a la crisis ecológica y al calentamiento global ha consistido, entre los ciudadanos acomodados, por ahora principalmente, en la instalación de… piscinas privadas y de paneles solares subvencionados por el Estado.
Sin embargo, ¿los más afectados son acaso los más concernidos ? En definitiva, ¿son las poblaciones más expuestas a los efectos devastadores de los desequilibrios ambientales las más preocupadas por el “futuro del planeta”, el destino de las “pequeñas aves” y las emisiones de gases de efecto invernadero ? Obviamente no (véase en particular el artículo “L’urgence écologique, un récit occidentalo – centré” del economista camerunés Thierry Amougou en este libro). La observación se refiere tanto al antiguo debate marxista sobre la “conciencia” que las clases sociales inferiores pueden o no tener de sus “intereses objetivos”, como al carácter secundario de las consideraciones (aparentemente) “posmaterialistas” cuando lo “material” no está asegurado. ¿Cómo puede uno conmoverse por “el fin del mundo” cuando “el fin del mes”, de la semana o del día requiere de todas las energías mentales y físicas ?
En Asia, América Latina y África menos que en otras partes, la ecología política – como corriente de pensamiento que pretende redefinir las cuestiones movilizadoras – no ha logrado todavía convencer a la gente de la ventajosa integración de “la cuestión social” en “la nueva cuestión socioambiental”. Y menos aún de la superación de la “cuestión colonial” o “cuestión poscolonial” mediante la imposición universal de nuevas normas ecológicas y climáticas. Normas procedentes del Norte y a menudo percibidas en el Sur como una forma de “imperialismo verde” y como una enésima degradación de las economías periféricas en nombre de un principio de civilización superior.
En la mayoría de los países del Sur, “la pobreza sigue siendo la peor forma de contaminación”, para citar una vez más el más famoso extracto del discurso de la ex-jefa del gobierno de la India, Indira Gandhi, en Estocolmo en marzo de 1972 (¡ !), durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, el primero con este nombre. “Los países ricos pueden ver el desarrollo como la causa de la destrucción del medio ambiente, pero para nosotros es una de las primeras formas de mejorar el entorno de la vida (...). ¿Cómo podemos decir a los que viven en aldeas y barrios marginales que preserven los océanos, los ríos y el aire limpio cuando sus propias vidas están contaminadas en la fuente ?” (Indira Gandhi citada en Aykut y Dahan, 2015).
Si bien la preocupación por el clima de un sector de la opinión pública occidental es bienvenida ante la discrepancia entre las medidas que deben adoptarse y la renuencia de los tomadores de decisiones, este voluntarismo no debería llevarnos a proyectar nuestro sentido de urgencia ecológica en el resto del mundo, explicaba en 2019 François Polet, investigador del CETRI. “El enfoque en temática del clima es el privilegio de los grupos liberados de emergencias vitales. Tanto en lo que toca a las relaciones Norte-Sur, como a las clases sociales, es preciso tomar en cuenta las realidades económicas y los horizontes temporales de cada uno. Y combatir la tendencia que considera el aumento del nivel de vida de las poblaciones de Asia, África y América Latina únicamente desde la perspectiva del impacto carbono” (Polet, 2019).
Dicho de otro modo, el gusto por la “simplicidad voluntaria” de las clases más acomodadas portadoras de una fibra posmaterialista no tiene por qué imponerse sobre la necesidad de escapar de la “simplicidad involuntaria” de los pobres portadores de una fibra materialista. La contribución de Thierry Amougou, más adelante en este Alternatives Sud, abunda en el mismo sentido : “El privilegio de ’pensar clima’ y de movilizarse para ello está distribuido de manera desigual entre el Norte y el Sur. Ello supone liberarse de las garras de los defectos de la vida cotidiana. Entre las emisiones de opulencia de los unos y las emisiones de supervivencia de los otros, la urgencia ambiental es la de los privilegiados y no la de sus primeras víctimas. ¡El estómago hambriento no tiene oídos para la ecología !”
Sin embargo, la constatación de que grandes segmentos de los sectores populares de los países pobres tienen buenas razones para no preocuparse primordialmente por la urgencia de la cuestión ambiental no debería ocultar otra faceta de las realidades del Sur global. Aquella de las luchas socio-ambientales, aunque minoritarias, pero efectivas, que se están librando por todas partes (léase en este libro los artículos de Gabriela Merlinsky para América Latina, Hamza Hamouchene para África del Norte y Brototi Roy para la India). Lo más frecuente es que enfrenten a las comunidades locales con el capitalismo transnacional. Poblaciones afectadas en sus territorios a los “megaproyectos” de los inversores externos.
Ya sea que se trate de minería, agroindustria, energía, carreteras, puertos, turismo..., estos “megaproyectos”, como los llaman los movimientos indígenas de América Latina, son en su mayoría parte del mismo impulso “extractivista” que, desde principios de siglo, ha actualizado el destino “proveedor de recursos”, sin valor agregado, de muchos países “periféricos”. Incluso ha colocado a varios de ellos, aunque no estén muy industrializados, en una situación de “desindustrialización temprana” (CETRI, 2019), de “reprimarización”. Reforzando en el mismo movimiento la dependencia estructural y subordinada de estas economías con respecto a las de las grandes potencias, incluidas aquellas emergentes como China (Thomas, 2020).
Los movimientos socio-ambientales están formados por los habitantes de las “nuevas fronteras” de este modelo depredador, que despoja más que desarrolla. Un modelo de “acumulación” que ya no procede sólo “por explotación de la mano de obra y de la naturaleza”, sino también “por desposesión” (Harvey, 2010), por “apropiación privada de bienes comunes”, de la tierra y del subsuelo, agua, bosques, recursos naturales, material genético, biodiversidad, conocimientos técnicos locales, patrimonio público… Los encuentros cara a cara entre los inversionistas y los pueblos indígenas dan lugar así a una lista interminable de enfrentamientos socioambientales o, para utilizar el nombre conceptualizado por el Atlas Mundial de Justicia Ambiental, que los cataloga y los documenta en tanto “conflictos de distribución ecológica” (www.ejatlas.org).
Ciertamente, las principales motivaciones de los opositores africanos, asiáticos y latinoamericanos a los “megaproyectos” se basan sin duda más en la recuperación de la soberanía sobre los recursos y territorios con fines económicos o incluso existenciales, que en las convicciones socioculturales o biofísicas de una “ecología popular” o “ecología de los pobres”, según la hipótesis de los trabajos del economista Joan Martínez Alier (2014). Sin embargo, estos “conflictos de distribución” se derivan de una repartición injusta y un acceso no equitativo a los bienes (recursos naturales) y a los males (diversas formas de contaminación) del medio ambiente, que forman parte de la crisis ecológica mundial.
Ya se trate de mayas guatemaltecos en rebelión contra una multinacional de minas de níquel, de activistas anti-bauxita en Kashipur, en el Estado indio de Odisha, o de argelinos en el Sáhara que se enfrentan a la fractura hidráulica para el bombeo de gas, las poblaciones movilizadas, descritas como “movimientos por la justicia ambiental” por los intelectuales y activistas ambientales del Sur que intentan (en las siguientes páginas) difundirlos y articularlos, aparecen como las víctimas opuestas – por lo tanto doblemente concernidas – al mismo patrón de producción, intercambio y consumo destructivo a escala local y mundial (Svampa, 2020).
¿Las responsabilidades : comunes o diferenciadas ?
La espinosa cuestión de las “responsabilidades por la crisis ecológica” también es crucial. Encubre sutilmente, en primer lugar, el reconocimiento del problema, luego también, la aceptación de sus causas y, por último, la identificación de los culpables, que son los responsables de remediar sus errores. No es tarea fácil, ya que la relativización del problema (“detener el catastrofismo”), la negación de sus orígenes humanos (“los científicos nos mienten”) y la dilución de las responsabilidades (“todos estamos en el mismo barco”) siguen siendo regularmente el centro de atención.
Y, sin embargo, hace al menos medio siglo que la comunidad internacional comenzó a debatir el tema, culminando en la Cumbre de la Tierra de 1992 en Río de Janeiro este principio revolucionario : “Los Estados deben cooperar (...) para restaurar la integridad del ecosistema de la Tierra. Dada la diversidad de roles en la degradación del medio ambiente, los Estados tienen responsabilidades comunes pero diferenciadas. Los países desarrollados reconocen su responsabilidad (...), habida cuenta de las presiones que sus sociedades ejercen sobre el medio ambiente mundial y las tecnologías y recursos financieros de los que disponen.”
Huelga decir que los países pobres, menos desarrollados o no industrializados –“en vías de desarrollo” según la terminología de las Naciones Unidas– han tenido que luchar duramente para fundir este principio en el bronce del derecho ambiental internacional. Y así lograr agregar a la idea (occidental) de responsabilidad política común por la degradación del medio ambiente mundial, la idea de que una parte de la humanidad (los países industrializados) es más responsable de ello que la otra (el Sur en sentido amplio) quedando, por lo tanto, endeudada con esta última tomando en cuenta su elevado nivel de desarrollo. En otras palabras, la deuda ecológica de los (países) ricos con los (países) pobres, acumulada desde las primeras horas de la revolución industrial, debe ser afirmada hic et nunc.
Entre cumbres y conferencias, el principio de “responsabilidades comunes pero diferenciadas”, con múltiples interpretaciones jurídicas, ha pasado, como no, por distintas etapas de precisión, declinación, inflexión y concretización, aunque, hasta hoy, con una constante : la aplicación, bastante insuficiente, de las medidas que emanan del mencionado principio. En mayor o menor grado, los Estados son reacios. O relajan sus esfuerzos por otras prioridades, o se retiran, como los Estados Unidos de Donald Trump, que decidieron incumplir el Acuerdo de París sobre el clima de 2015, cuando países emergentes como China, India, Brasil, etc. consideran que han participado con suficiencia en compartir la “carga”, a la altura de sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), desvinculándose así de los países en desarrollo cuyas responsabilidades por el cambio climático siguen siendo poco significativas.
En resumen, tal como explican los analistas del South Centre más adelante en este libro, la participación de los países del Sur en los compromisos mundiales de mitigación de la degradación ambiental, así como en la adaptación a una degradación ya irreversible, está de hecho condicionada – en el papel – al respeto del principio de equidad. Esto implica que los niveles de desarrollo y las capacidades respectivas, así como las contribuciones históricas a la contaminación acumulativa, deben tenerse en cuenta a la hora de determinar y evaluar los esfuerzos de cada país.
Sin embargo, a pesar de que las últimas conferencias internacionales establecieron laboriosamente procedimientos de aplicación y modalidades de financiamiento, muchas voces críticas del Sur, se quedaron con sabor a poco. Para IBON International, un instituto de investigación con sede en Filipinas (del que este Alternatives Sud también publica un artículo), la arquitectura global del rescate climático controlada por donantes y centrada en los intereses de las grandes empresas, reproduce las injusticias de las relaciones Norte-Sur y prolonga el maltrato del patrimonio común. Para beneficiar verdaderamente a las víctimas de la crisis ecológica – y en particular a las mujeres pobres del medio rural – los compromisos de los principales contaminadores requieren el replanteamiento de los principios de equidad social y justicia ambiental, opina el instituto filipino.
De hecho, en virtud de los principios históricos de que quien contamina paga y de la diferenciación de responsabilidades, dos grandes líneas de fractura dividen más que nunca a los críticos del Sur. Una de ellas separa las potencias emergentes de los países, que decirlo de algún modo, aún están inmersos. Los primeros, envueltos en la defensa de la soberanía de los Estados, favorecen – como los Estados Unidos, con los que ahora compiten con los niveles de contaminación [1] – la vía nacional (y discrecional) de los compromisos voluntarios contra la crisis ecológica. Los segundos, secundados por la Unión Europea en el mejor de los casos, abogan por mecanismos supranacionales precisos, coordinados y vinculantes.
La otra línea de división política, no menos crucial, que actúa en el Sur tiende a oponer posiciones más bien “oficiales” a argumentos en mayor medida anti-sistémicos presentados por organizaciones sociales críticas. Los partidarios de las primeras consideran que la transición de los “países en desarrollo” hacia un modelo de producción respetuoso con el medio ambiente sólo puede tener lugar si los “países desarrollados” dejan de recurrir, por un lado, al imperativo ecológico para proteger sus mercados y penetrar aún más los del Sur, así como, de paso, condicionar la ayuda, el financiamiento y las transferencias de tecnología a nuevos ajustes (Khor, 2012).
Por otra parte, los partidarios de las posiciones anti-sistémicas lamentan que la mera denuncia, por parte del Sur, del proteccionismo verde occidental (normas, subsidios, barreras aduaneras, etc.) – copia inversa del alegato del Norte a favor de “más liberalización en sus países y menos en los nuestros” – apoye, más que ponga en tela de juicio, los fundamentos del modelo de desarrollo convencional basado en la exportación. Y, por lo tanto, deploran que, en nombre de una crítica de las condicionalidades ambientales Norte-Sur, los gobiernos del Sur en su conjunto no escapan ni a los mandatos de libre comercio, ni a la desregulación del comercio y la inversión. Aunque algunos de ellos, como los socialistas Ecuador o Bolivia, por ejemplo, han intentado (de alguna manera) hacerlo, tratando de gravar el “comercio desigual” con el pago de la “deuda ecológica”.
¿El capitalismo : gris o verde ?
Hasta la fecha, ¿cómo es que el mundo y las sociedades humanas han respondido a las reacciones problemáticas del medio ambiente en cuanto al impacto de sus propias actividades en el ecosistema de la Tierra ? ¿Cómo han elegido enfrentar los caprichos del “antropoceno” ? esta nueva era de la historia de la Tierra, teorizada por el premio Nobel Paul Crutzen para abarcar la gama de eventos geológicos causados por la expansión de la huella humana en la biosfera desde la revolución industrial. ¿Se han tomado en cuenta los riesgos del “capitaloceno” ? esto último referido por el historiador Jason Moore, en una versión harto politizada de la expansión de la huella del capitalismo desde los inicios de este sistema de acumulación mediante la explotación social y ambiental ?
A pesar de las propuestas de revisión del modelo dominante y de los experimentos alternativos tan dispersos como marginales, es preciso reconocer que dos opciones predominantes han captado el grueso de las energías…fósiles y renovables. Una, caricaturizada por la provocativa afirmación – “the American way of life is not negotiable” – del Presidente de los Estados Unidos, George Bush padre, en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro en 1992 ; la otra, esbozada por el dibujante de prensa belga Pierre Kroll (2019), que hace decir a un gran patrón, cigarro en los labios, de cara al cielo y al mar : “Bueno, estoy dispuesto a respetar todo eso. Pero seamos francos : ¿qué gano yo con esto ?”.
Se está, por un lado, ante un exceso productivista, comercial y consumista y por el otro, ante un falso semblante de desarrollo sostenible. “Capitalismo gris” versus “capitalismo verde”. ¿Significa acaso “más de lo mismo” versus “mejor que nada” ? Para justificar la primera opción, el Presidente de los Estados Unidos – Donald Trump aún más que los anteriores – se basa descaradamente en la negación de los límites ambientales del modo de vida americano [2]. Para legitimar la segunda, el gran patrón dibujado por Kroll apuesta por la posibilidad de una “Green economy”, una “forma ecológica de hacer negocios”, según la definición del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
El “business as usual” del primero, ya lo conocemos. Se trata de la principal causa de la crisis ecológica, en toda su magnitud y gravedad. Contrariamente a las advertencias – del Club de Roma en 1972 con su “límites al crecimiento (en un mundo finito)” hasta las recurrentes y alarmantes advertencias del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) – su perpetuación a escala mundial aumenta cada día sus impactos directos (alza continua de las emisiones de gases de efecto invernadero, deforestación, montañas de desechos sin tratar, contaminación de la atmósfera, del suelo, de la cadena alimentaria, etc.) y sus efectos deletéreos sobre el clima y la biodiversidad.
Pero, ¿qué hay del gran proyecto – alternativo al “capitalismo gris” – del desarrollo sostenible, economía verde, o Green Deal, si retomamos las principales denominaciones utilizados desde principios de los años noventa hasta la actualidad ? ¿Rompe con la lógica del modelo dominante que corta la rama en la que está sentando, profundizando las desigualdades sociales y agravando la crisis ecológica ? ¿Ofrece alguna la perspectiva de una prosperidad compartida que respete el medio ambiente ? Nada es menos seguro.
Impulsado o promovido desde hace tres décadas por los principales organismos de las Naciones Unidas, los bancos multilaterales de desarrollo, la OCDE, la Unión Europea, el G20, el Foro de Davos, los propios Estados nacionales y, con diversos grados de oportunismo, por empresas privadas [3], el proyecto no ha mostrado inversión alguna de la lógica ni alteración de las tendencias. Ahora, es cierto que se han visto innumerables variantes. Entre el simple greenwashing o el meaningful marketing de unos y el renacimiento keynesiano de otros, a través de inversiones verdes, creación de una demanda de productos ambientales e innovación tecno-ecológica, existen, de hecho, márgenes significativos.
En cualquier caso, procede de una reconciliación, desde la perspectiva de sus promotores, que abarca tanto la posibilidad de obtener beneficios, como la preservación de los recursos naturales. Esto está en contradicción con la fuerte convicción, que sigue prevaleciendo en sectores importantes – combustibles fósiles, industrias pesadas, comercio internacional, etc. – de que una política ambiental inevitablemente se identifica con restricción, costo adicional, disminución de la competitividad y freno al crecimiento. El nuevo presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, parece (ahora) convencido de lo contrario. El Green Deal de la Comisión van der Leyen “convierte una necesidad existencial del planeta en oportunidades económicas” (Le Soir, 27 de mayo de 2020).
Desde la perspectiva del léxico es cierto que el proyecto de economía verde, o incluso el crecimiento verde, que dominó los debates de la Cumbre de Río+20 en 2012, ya no toma en cuenta el tercer pilar del desarrollo sostenible (lo social). Tiene más bien la intención de reimpulsar el primero (la economía) “valorizando” lo segundo (el medio ambiente). Para sus detractores en el Sur, tan solo se dedicó a “colonizar la ecología mediante la lógica de acumulación de la economía liberal” (Verzola y Quintos, 2012). Mediante la colocación en el mercado del “capital natural”, la “valorización” de los “servicios del ecosistema”, la privatización de los recursos, la concesión de patentes sobre las formas de vida, el “libre comercio” del suelo, del agua, del aire, de la biodiversidad, etc., y la supuesta “gestión eficiente” inducida, tal enfoque tiene por objeto regular de manera sostenible nuestra relación con el medio ambiente estimulando un “crecimiento creador de empleo”, asegurando así “un futuro viable para el capitalismo” (CETRI, 2013).
Según los coautores de este Alternatives Sud, el ilusorio neoliberalismo pintado de verde nos ubica en el reino de las “falsas soluciones”. Entre otras cosas, las deficiencias comprobadas en la comercialización de los “derechos a contaminar” (mercado del carbono) y las diversas medidas de “compensación”, han aniquilado su alcance (Duterme, 2008). Para la geógrafa Sylvie Brunel (2018), el “desarrollo sostenible” – cuyos diecisiete objetivos de las Naciones Unidas deben alcanzarse para 2030 – “salpica de virtud” la iniciativa de “remodelar las principales zonas de influencia de los países ricos” en los países pobres, asegurando el suministro de materias primas a nombre de salvar el planeta. O cómo consolidar, para los tiempos venideros, los fundamentos de un modelo que está en la raíz misma del agravamiento de los desequilibrios sociales y ambientales.
Respecto de las elevadas ambiciones ecológicas del plan de recuperación europeo pospandémico, las críticas son severas. Si el argumento de sus partidarios es que “invertir en verde es rentable y que es incluso una manera de volver al crecimiento” (Le Soir, 27 de mayo de 2020), las acciones concretas preconizadas, como descarbonizar el sector energético, aislar térmicamente los edificios, desarrollar la movilidad sostenible, estimular la innovación privada en materia de tecnologías limpias, tienen por objeto reducir las emisiones de GEI en al menos 50% en 2030 y alcanzar el balance cero en emisiones de carbono para 2050 (¡ !). Lamentablemente, la insuficiencia de financiamiento, la voluntad fluctuante de los países miembros y las incoherencias entre las medidas que deben adoptarse y otras políticas de la UE, como los acuerdos comerciales y de inversión con el resto del mundo, dejan más que una duda sobre su factibilidad (Zacharie, 2020).
¿El paradigma : reformado o transformado ?
Si por lo visto el “capitalismo verde” no consigue sentar las bases de una prosperidad sostenible y justa, entonces, ¿dónde están las soluciones ? ¿Cuáles son las formas teóricas y prácticas, de salir por lo alto de la injusticia social y del desastre ambiental, inherente al productivismo y al consumismo de los ricos ? Con la pandemia de coronavirus, en un momento en que reflexionamos sobre el “mundo del mañana” y como debería ser para superar las crisis del “mundo de antes” – en particular la crisis ecológica, que es quizá la “madre de todas las crisis” –, una cantidad extraordinaria de agentes individuales y colectivos, científicos, sociales, políticos y económicos del Sur y del Norte han (re)activado sus propuestas alternativas.
No todas coinciden, algunas son incluso incompatibles, aunque en su mayoría comparten un aire de familia social y ecológico fuerte, distanciado eso sí del capitalismo globalizado. Exigen un cambio de paradigma y un giro fundamental de dirección, dando prioridad al respeto y al reparto de los bienes comunes sobre la acumulación privada. Algunas de ellas llegando a establecer principios fundamentales, líneas de fuerza y objetivos revolucionarios a largo plazo, mientras que otras establecen etapas, reglamentos y transiciones que deben realizarse con urgencia o a mediano plazo. Las propuestas, implican necesariamente tanto una redefinición de la relación con la naturaleza de las sociedades contemporáneas como un debate respecto de las racionalidades, relaciones sociales y prácticas políticas que están íntimamente ligadas al modelo económico que se pretende superar.
Se habla mucho de “de-mercantilización”, “desglobalización” y democratización, aunque estos temas no son nuevos. También se habla de valor de uso, recuperación de la soberanía y redistribución. También de justicia, ya sea comercial, fiscal, social, ambiental, migratoria…es decir, de instrumentos jurídicos, mecanismos públicos supranacionales que limitan los derechos de algunos (Estados, industriales, transnacionales, grandes fortunas, etc.) cuando se menoscaban los derechos de otros, tanto humanos como… no humanos, de ahí el avance, en varios países del Sur principalmente – al menos sobre el papel – del concepto de “derechos de la naturaleza” (Global Alliance for therightsofnature.org).
El “paradigma del care” es recurrente en las prescripciones, en tanto novedosa perspectiva emancipadora (léase por ejemplo Maristella Svampa en esta obra o Tanuro, 2020). A raíz de las luchas feministas populares, principalmente latinoamericanas, esta “ética del cuidado” aboga por un enfoque de protección y reparación del mundo, basado en el aspecto relacional y en la empatía. Como resultado de la crisis de la pandemia se ha impuesto la realidad de los estrechos vínculos entre los cuidados, la salud y la ecología, tanto en su dimensión económica como política. En esto, reúne las cuestiones del trabajo social y de la protección del medio ambiente, dando prioridad al tiempo y los medios destinados a ellas, en un modelo de gestión de la interdependencia y la reciprocidad.
La “planificación ecológica” es un enfoque distinto, que es a la vez más radical y pragmático. Desarrollado por Cédric Durant y Razmig Keucheyan (2020), se basa en cinco pilares que dan sustancia a la idea de que la transición ecológica requiere una transformación simultánea de los sistemas económicos y políticos. Control público del crédito y de las inversiones, en detrimento de las industrias contaminantes, y en beneficio de las reconversiones energéticas ; garantía de un empleo digno por parte del Estado como último recurso ; relocalización de la economía mediante la desespecialización de los territorios, proteccionismo solidario y prolongación del ciclo de vida de los objetos ; democracia y debate sobre las opciones de producción y de consumo ; y, por último, justicia ambiental, para que sean los ricos (y no los pobres) quienes asuman el coste ecológico de su modo de vida [4].
El hecho, sin embargo, es que al menos dos grietas atraviesan las propuestas alternativas. La primera se refiere a la cuestión del Estado en tanto fuerza motriz o freno respecto de los cambios a producirse. Si bien muchos le dan un papel central y regulador frente al (o en lugar del) libre mercado en la recuperación o en la transición a llevarse a cabo, una corriente más autónoma o libertaria preconiza más bien una aplicación local o “municipalista” de la ecología social, en todo caso alejado del Estado, acusado de confiscar inevitablemente el poder a un pueblo que, no obstante, es capaz de ejercerlo por sí mismo. Teorizada en particular por el ecologista político Murray Bookchin, la perspectiva se basa entre otras en la experiencia “anticapitalista” de los “municipios autónomos” zapatistas de Chiapas (CETRI, 2014).
La otra grieta, que tampoco es muy reciente, opone la urgencia del anticapitalismo a la del anti-productivismo en cuanto a las direcciones a seguir (De Munck, 2019 ; Lordon, 2020). En otras palabras, donde la izquierda igualitaria critica a la ecología política por su falta de determinación respecto al capitalismo, la ecología política critica las reticencias de la izquierda igualitaria respecto al productivismo. Y esto, a pesar de las promesas de unas y otras : la primera argumentando su viraje medio-ambiental en las postrimerías del milenio, la segunda, la profundidad crítica de su nuevo imaginario político. El Ecuador de Correa (2007-2017) y la Bolivia de Morales (2006-2019) ofrecen un ejemplo notable en cuanto a una combinación inicial – ecosocialista – de las dos perspectivas, seguida de una relegación del anti-extractivismo en nombre de la lucha contra la pobreza (CETRI, 2017).
Con todo, cualquiera que sea el grado de radicalidad o compatibilidad de las propuestas alternativas que están hoy sobre la mesa, para hacer frente a la crisis ecológica, los vientos dominantes pospandémicos parecen favorecer, con la excepción de alguna inflexión “sostenible”, un escenario “más de lo mismo” en lugar de otro “completamente distinto”. La reactivación convencional de la maquinaria económica no puede verse obstaculizada, a pesar de sus piadosas declaraciones, en favor de la biodiversidad y del clima. Lo que nos queda por hacer, por lo tanto, es identificar y movilizar – más allá de teorizaciones, indignaciones y comportamientos ejemplares – a los actores sociales y políticos capaces de influir, en el Norte y en Sur, en las relaciones de poder. Ahí mismo donde se decide en nombre de cuales intereses se juega el destino del ecosistema terrestre y de las generaciones presentes y futuras.