A pocos días de las elecciones del próximo domingo nadie duda en este país que el presidente Daniel Ortega logrará la reelección. Las diversas encuestas coinciden en proyectar a Ortega con un nivel de intención de voto que apunta a sobrepasar el 50%, mientras el candidato del segundo lugar, el empresario radial Fabio Gadea, intenta traspasar el umbral del 30%. Y aunque todavía persisten dudas sobre el peso del voto oculto y el grado de confianza que se puede otorgar a las encuestas cuando prevalece un intenso clima de intimidación estatal y clientelismo político, la principal interrogante hoy no gira en torno al resultado electoral, sino al grado de legitimidad que lograría una reelección bajo la sombra de un proceso que ha sido fraudulento desde sus orígenes.
El déficit de legitimidad
Las elecciones del 6 de noviembre han estado precedidas de graves irregularidades, empezando por la inscripción de la candidatura de Ortega que está doblemente prohibida por el artículo 147 de la Constitución. La norma legal establece que no puede ser candidato presidencial aquel que haya ejercido el cargo antes en dos ocasiones (Ortega ya fue Presidente en el período 1984-1990), o que en ese momento esté en ejercicio del cargo. Por lo tanto, tampoco está permitida la reelección continua a la que aspira el actual mandatario. Y como Ortega no pudo reunir los votos para reformar la Constitución en la Asamblea Nacional, recurrió de amparo ante la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, integrada exclusivamente por magistrados de su partido. En un fallo eminentemente político, la Sala, y luego la Corte en pleno, declaró “inconstitucional” la Constitución, alegando que el artículo en mención viola los derechos humanos de Ortega al vulnerar el principio de “igualdad ante la ley”.
Contrario a lo ocurrido en Guatemala, donde el Tribunal Supremo Electoral, la Corte de Constitucionalidad, y la Corte Suprema de Justicia, rechazaron por ilegal la pretensión de la primera dama Sandra Torres de inscribir su candidatura presidencial, en Nicaragua los poderes del estado están sometidos al control partidario y carecen de la más mínima autonomía. En consecuencia, se alinearon para ejecutar las órdenes de Ortega, a pesar del enorme costo político que implicó para la credibilidad del Estado la inscripción de su candidatura.
La elección será arbitrada por un Consejo Supremo Electoral (CSE), cuyos magistrados tienen sus términos vencidos. Este organismo fue denunciado de fraude probado en 40 de los 153 municipios —incluida la capital Managua— en las elecciones municipales del 2008, y sus estructuras están controladas desde la cúpula hasta las mesas de votación por el partido de gobierno. Adicionalmente, las organizaciones nacionales de observación electoral — Ipade, Etica y Transparencia y Hagamos Democracia, cuya acreditación ha sido negada arbitrariamente por el CSE— han documentado ampliamente la interferencia partidaria en el proceso de otorgamiento de la cédula de identidad necesaria para votar, que ha afectado de decenas de miles de personas, así como las flagrantes violaciones a la ley electoral que ha cometido el candidato oficial, al instrumentalizar los recursos y las instituciones públicas en su campaña partidaria, sin que el Fiscal Electoral se haya inmutado. El último acto calculado para generar incertidumbre en la oposición es la amenaza de inhibir después de la elección, a 50 candidatos a diputados de la Alianza PLI (que ocupa el segundo lugar en las encuestas), cuando ya han sido inscritos y registrados en la boleta electoral.
Los dilemas de la oposición
La oposición agrupada en la alianza PLI y la fórmula Gadea-Jarquín alega que participa en el proceso electoral “bajo protesta”, y que a pesar de estas anomalías no podía ausentarse porque Ortega habría llenado el vacío con sus aliados —léase el PLC de Arnoldo Alemán— y en el peor de los casos, se habría reeditado algo similar a lo ocurrido en Venezuela en 2005, cuando al retirarse la oposición, Chávez obtuvo el 100% del control del Congreso.
Pero lo cierto es que la oposición no logró movilizar a la población a protestar masivamente contra las reiteradas violaciones a la Constitución de parte de Ortega y no tuvo capacidad para revertir la crisis de legitimidad del Consejo Supremo Electoral.
Desde finales del 2008, cuando el liderazgo opositor no pudo defender del voto durante el fraude electoral, perdió la iniciativa política, y depositó sus expectativas en un parlamento cada vez más controlado por el oficialismo y en la presión internacional. Pero sin una presión popular efectiva en las calles que permitiera cambiar las reglas del juego electoral, Ortega logró sortear la presión externa con la ayuda económica de Chávez, y hasta se dio el lujo de permitir, a última hora, la presencia de las misiones de observación electoral de la OEA y la Unión Europea, para “acompañar” y legitimar el viciado proceso electoral.
Así llegamos a la trampa electoral del seis de noviembre, en la que la participación opositora termina legitimando la candidatura inconstitucional de Ortega, sin lograr las garantías mínimas para una elección transparente, y su única esperanza es invocar una “montaña de votos” para derrotar un fraude en las urnas.
Desde la acera oficial, la estrategia de Ortega ha sido imponer la reelección por las vías de hecho, dotándola de una mínima legalidad, pero sobre todo apostando a legitimar su nuevo mandato con un apoyo electoral que trascienda su base política tradicional del 35-38% del electorado para constituirse en un gobierno de mayoría. En efecto, desde abril del 2010, Ortega ha venido incrementando los niveles de aprobación a su gestión de gobierno de forma sistemática. La explicación reside, en parte, en la debilidad y dispersión de la oposición y en su desconexión con la agenda social de las grandes mayorías pobres del país, pero el mérito principal recae sobre las políticas de asistencialistas de Ortega apuntaladas en el apoyo económico de la Venezuela de Chávez.
El modelo orteguista
El modelo de Ortega, autobautizado como “socialista, cristiano y solidario”, en realidad es un animal diferente al de sus pares del Alba, combinando tres factores que le otorgan su sello original: es autoritario en lo político; pro negocios privados, en lo económico; y populista, en lo social; cobijado bajo una retórica revolucionaria y a la vez religiosa, que alienta el culto a la personalidad en torno a Ortega y la primera dama Rosario Murillo.
A diferencia de Chávez y su intervencionismo estatal, Ortega asegura la continuidad de las políticas económicas neoliberales con el aval del Fondo Monetario Internacional, y promovió una alianza con el gran capital, al mejor estilo de Somoza quien le decía a los empresarios: “hagan plata, que de la política me encargo yo”. Irónicamente, la dictadura de Somoza fue derrocada en 1979 por un movimiento nacional, liderado por el FSLN, al entrar en crisis por la represión y la falta de libertades democráticas.
Pero el factor clave que explica el crecimiento de la base política del orteguismo no es el manejo prudente de la macroeconomía o el modesto crecimiento económico alcanzado, sino el impacto político de la multimillonaria cooperación venezolana que ha sido privatizada y por lo tanto no está sometida a ningún mecanismo de rendición de cuentas estatal. Se trata de unos 500 millones de dólares anuales (7% del PIB) —casi dos mil millones de dólares en el período— que se destinan de forma discrecional a negocios privados y campañas partidarias, pero también a financiar programas de asistencia social que se ejecutan bajo un patrón de clientelismo político como “regalos del Comandante por la gracia de Dios”.
Son estos programas —Plan Techo, Hambre Cero, Usura Cero, Casas para el Pueblo, subsidio al transporte público— los que han impactado políticamente en el electorado no sandinista, aunque no existen evaluaciones independientes de su verdadera incidencia social y menos aún de su sostenibilidad económica a mediano plazo. En comparación a los tres gobiernos que le precedieron, Ortega ha dispuesto del doble de recursos externos, y pese a la falta de transparencia y los escandalosos casos de corrupción pública que han sido documentados por la prensa independiente, los ha utilizado con eficacia política.
En lo político, el de Ortega ha sido un gobierno de corte autoritario que ha desmantelado lo que quedaba del Estado de Derecho, generando una concentración de todos los Poderes del Estado, sometidos al modelo del Estado-partido-familia gobernante. Un modelo que sólo es viable y puede funcionar sin oposición política y bajo la premisa de que no hay una sociedad civil beligerante. Por eso cuando se desató la protesta ciudadana en lucha por los espacios públicos desde 2007 hasta mediados del 2009, Ortega recurrió sin vacilar a la represión desatada por las fuerzas de choque de su partido, desnaturalizando la misión constitucional de la Policía Nacional de proteger la libertad de movilización.
La consecuencia inmediata de este golpe de mano ha sido un debilitamiento de los derechos ciudadanos a la par del derrumbe de las instituciones, que a largo plazo resultan imprescindibles para generar confianza y certidumbre en torno al proceso de desarrollo económico.
Los peligros de la reelección
De manera que de ganar Ortega con un margen holgado, resulta previsible suponer que promoverá cambios constitucionales para modificar el sistema político, empezando por establecer la reelección indefinida, y de paso institucionalizar el proyecto de los Consejos del Poder Ciudadano (CPC), dirigidos por su esposa Rosario Murillo. En la práctica, los CPC representan la línea de mando del partido de gobierno de arriba abajo, atropellando la autonomía municipal, o lo que es igual, la recentralización del poder del estado en nombre de una proclama demagógica de democracia directa.
Es imposible, por el momento, advertir los alcances del proyecto autoritario de un tercer gobierno de Ortega sin conocer aún las condiciones específicas en que llegará al poder el 6 de noviembre, el grado de legitimidad que lograría su reelección y el peso que ejercerá la nueva oposición, en un escenario inédito con una considerable disminución de la influencia política de Arnoldo Alemán. Sin embargo, se pueden identificar al menos dos factores estructurales que gravitarán de forma decisiva sobre el futuro.
Primero, que la consolidación del régimen requiere el apoyo económico permanente del gobierno de Chávez. Sin ese apoyo incondicional, el orteguismo no es sostenible a largo plazo y esa variable está sumergida ahora en la incertidumbre, no sólo por el estado de salud y la enfermedad de Chávez, sino por la tendencia al ascenso de la oposición venezolana que por primera vez concurrirá unida a las elecciones de octubre 2012, con una real posibilidad real de triunfo.
Segundo, que la cooptación política y económica del Ejército y la Policía Nacional resulta inevitable, como un elemento consustancial del modelo político orteguista. Reconocidas nacional e internacionalmente, por su despartidización, profesionalización, y apego a la ley, ambas instituciones representan los dos casos más exitosos de la transición nicaragüense. Con la consolidación de Ortega en el poder, y su mimetización con los instrumentos del poder coercitivo, se corre el riesgo de una regresión al pasado, como ya ocurrió con el sistema electoral. El riesgo de que el Ejército y la Policía dejen de ser instituciones nacionales para convertirse en instituciones presidenciales al servicio del caudillo y no de la ley, representa el mayor peligro para el futuro democrático de Nicaragua, asociado a la reelección ilegal e inconstitucional de Ortega.
En suma, significaría retroceder la rueda de la historia al punto de partida de la dictadura dinástica de los Somoza, sin la intervención militar norteamericana. En última instancia, eso es lo que está en juego antes y después del seis de noviembre.