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Huir de América Central

Dos hechos evidentes. Por un lado, la falta de democratización de las sociedades centroamericanas -y la consiguiente inseguridad física, social, medioambiental o política- como la principal razón para tener que huir de la región. Por otro lado, las condiciones de la propia migración -entre políticas migratorias inhumanas y criminalidad endémica- como un ataque sistémico a la integridad de las personas y al derecho a la movilidad.

(Traducción : Carlos Mendoza)

Centroamérica, ¿tierra de la emigración ? El alto grado de movilidad centrífuga de los nacionales del istmo centroamericano, que lleva más de medio siglo operando, es una clara prueba de ello. La esperanza o la obligación de huir del país de origen se ha convertido en algo tan familiar como la violencia -física, social, económica, política, climática, etc.- que socava la región. Entre el 10 y el 25% de las poblaciones nacionales ya no viven en su casa. Y cada año, cientos de miles de migrantes más, entre ellos un número creciente de mujeres y niños, prueban suerte. Una vez que llegan a Estados Unidos o a cualquier otro lugar, ayudan económicamente a sus familias que se quedaron en casa, lo que supone entre una octava y una cuarta parte del PIB de su país de origen.

En Centroamérica, la migración es consustancial para la vida de millones de personas, eso es un hecho. Pero esta migración tiene una historia que se remonta a aquella estructuralmente injusta de la formación de estas sociedades periféricas, de estas tierras explotadas mucho tiempo y que fueron exploradas, colonizadas, negociadas, despojadas, turistificadas..., mucho antes de que sus propios habitantes vieran la posibilidad de escapar. Es como si, al final, la emigración de abajo, de “gente de escasos recursos”, fuera un contrapeso a la inmigración de arriba, secular, de nobles y burgueses que vinieron a nutrir las filas de los oligarcas locales.

Desde los conquistadores hasta la CIA

A partir del siglo XVI, los conquistadores españoles, durante 300 años se hicieron con el control de territorios habitados hasta entonces por pueblos… prehispánicos. Un mosaico de grupos étnicos más o menos importantes (Talamancas, Nicaraos, Chorotegas, Ramas, Matagalpas, Sumus, Payas, Lencas, Pipiles, Nacos, Maya Quichés, Kakchiquels, etc.), estaban, en movimiento y en interacción más o menos conflictiva ellos también, y desde entonces han sido agrupados, controlados y explotados por los colonizadores bajo el nombre común de “indios de América”, luego, como mucho “indígenas” (Torres-Rivas, 1993).

Fue bajo el “Reino de Guatemala” -o “Capitanía General de Guatemala”, incluida a su vez en el “Virreinato de Nueva España”, que abarcaba también México, la mitad de Estados Unidos y el Caribe e incluso Filipinas- donde se configuró la relativa unidad sociopolítica de la Centroamérica “histórica”, que incluye a Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala [1]. La independencia obtenida de la Corona española en 1821 por las élites locales “criollas”, aquellos “blancos nacidos en las colonias”, abrió a las “Provincias Unidas de Centro de América” (1821-1838) primero, y luego cada uno de los cinco países centroamericanos, a otros apetitos, influencias e intervenciones.

Los de Estados Unidos en primer lugar. De esta época procede el texto de la “Doctrina Monroe” (1823), que lleva el nombre del quinto presidente de Estados Unidos : “América para los americanos”. Su objetivo principal era mantener a los europeos alejados del continente, pero también expresaba, en un doble sentido geográfico, los objetivos expansionistas de Estados Unidos… de América. Sin embargo, sólo en las últimas décadas del siglo XIX, el nuevo imperio dio a la profecía de James Monroe un carácter colonialista. Emprendiendo así una expansión militar, política y económica sobre todo en Centroamérica, su natural y eterno “patio trasero” (backyard).

Durante más de un siglo, Estados Unidos hará y deshará gobiernos allí en función de sus intereses en la región. Los intereses de sus empresas y sus mercados. Por ejemplo, el del banano como elemento estructurador de la historia contemporánea de América Central y sus “repúblicas bananeras”. O como instrumento para la penetración del capitalismo agroexportador y la consolidación de la dependencia económica del istmo centroamericano respecto al norte (ver el excelente documental de Mathilde Damoisel La loi de la banane, Arte, 2017).

Lo mismo ocurre con el café, como en el pequeño El Salvador (dos tercios del tamaño de Bélgica), que fue declarado “república cafetalera” en el siglo XIX, séptimo productor mundial en 1920 y tercer exportador de América Latina en 1965, todo ello bajo el dominio de las “catorce familias” de la oligarquía nacional salvadoreña. Oligarquía nacional, que al igual que sus vecinos, incluye a muchos·as inmigrantes de origen europeo que llegaron a Centroamérica entre 1850 y 1910. Quizá el ejemplo más evidente sea la comunidad guatemalteca alemana, que también está sobrerrepresentada en el sector del café.

La United Fruit Company (UFC), fundada en 1899 y rebautizada como Chiquita en 1989 para ocultar su mala reputación, domina el 75% del comercio mundial de banano… El 65% de las tierras agrícolas de Guatemala (¡ !). A principios de los años 50, el presidente guatemalteco Jacobo Arbenz, al frente de uno de los gobiernos con vocación de desarrollo nacional que ha vivido América Latina tras la Segunda Guerra Mundial, se atrevió a sentar las bases de una “reforma agraria”. Reforma que afectaría inevitablemente al comercio transnacional de la fruta. Sin embargo, no fue una buena idea : en 1954 fue derrocado en un golpe de Estado respaldado por la CIA estadounidense, cuyo director era accionista de la UFC, y sustituido por un régimen militar que se mantuvo en el poder durante más de treinta años.

Ante el bloqueo de las estrategias de reforma por parte de la oligarquía, los militares y Estados Unidos, surgieron movimientos revolucionarios en la región en un intento de cambiar el orden de las cosas. Las guerrillas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) en Guatemala se enfrentaron a los poderes establecidos. Y estos últimos tomaron represalias más allá de toda proporción, ya que son responsables de la muerte de más del 90% de los cientos de miles de víctimas humanas, principalmente civiles (y mayas en Guatemala ; masacres que la ONU ha calificado como “actos genocidio”), así como del desplazamiento interno y externo de millones de centroamericanos·as.

Sólo el FSLN consiguió derrocar la dictadura de la dinastía Somoza en Managua en 1979, que estaba en el poder desde 1936. Sin embargo, durante una década los Estados Unidos del presidente Reagan llevaron a cabo una “guerra de baja intensidad” contra la Nicaragua sandinista utilizando campesinos “contrarrevolucionarios”. Y así, con el telón de fondo de una Guerra Fría intensa pero en extinción, se protegió del efecto dominó de una “contaminación comunista” de Centroamérica. En 1990, el FSLN, convertido en partido político, perdió el poder en unas elecciones distorsionadas por la amenaza “yanqui” de seguir agrediendo a Nicaragua. Y tras la caída de la URSS, se firmaron “acuerdos de paz” entre las autoridades y los revolucionarios salvadoreños en 1992, y entre sus equivalentes guatemaltecos en 1996.

Lamentablemente, la casi nula aplicación de estos acuerdos de paz dejó intactas las causas del conflicto armado y de la primera gran explosión de la emigración centroamericana. La propia ONU se refiere a esto en particular en su informe Guatemala, memoria del silencio (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, UNOPS, 1999). “La injusticia estructural, el cierre del espacio político, el racismo, la profundización de un marco institucional excluyente y antidemocrático, así como la reticencia para impulsar reformas fundamentales” son, a su juicio (y al nuestro), factores que determinan profundamente tanto el surgimiento de movimientos revolucionarios y enfrentamientos pasados que el descontento social y el éxodo actuales. Un éxodo que no se detendrá con el desarme de las guerrillas. Al contrario.

¿Normalización democrática ?

La llamada “normalización democrática” en Centroamérica tras el fin de las dictaduras militares y las guerrillas revolucionarias se asemeja al doble proceso de liberalización política y económica que vivió todo el continente a finales del siglo pasado. Los resultados fueron decepcionantes, especialmente en el istmo. Primero, políticamente. Si el fin de las guerras fue el logro de este periodo, la democratización fue sólo una fachada. Formal, superficial, electoral. Y aun así. La debilidad de las instituciones “ajustadas estructuralmente” por las políticas del Consenso de Washington - privatización, liberalización, desregulación – es patente. Renovación de los lazos entre las élites políticas y económicas, persistencia de la dominación oligárquica, el poder neopatrimonial y diversos abusos criminales : corrupciones contagiosas y colusiones mafiosas.

Desde el punto de vista económico, luego de las anémicas tasas de crecimiento de los años ochenta y noventa, América Central experimentó un repunte significativo y sostenido a principios del siglo XXI, gracias al “boom de las materias primas” en los mercados mundiales impulsado por la fuerte demanda y la expansión de China. Los precios del café, del azúcar, del banano, pero también de la carne, del aceite de palma, del oro, de la plata, del níquel, etc. se han disparado. La tendencia es global. Nunca antes se habían extraído tantos minerales en América Latina para exportarlos a los países ricos como en los últimos veinte años. Este fenómeno reactiva la estructura “extractivista” extrovertida y dependiente de las pequeñas economías centroamericanas, especialmente en Honduras, Guatemala y Nicaragua, “reprimarizándolas” aún más.

Su pequeña cuota industrial se limita casi por completo a esas unidades de ensamblaje textil en “zonas francas”, las maquiladoras, cerca de los aeropuertos, donde los inversores estadounidenses y asiáticos escapan a todas las regulaciones fiscales, sociales y medioambientales. Desde entonces, la región se ha encontrado en una situación de desventaja, ya que los precios de las materias primas volvieron a caer en 2014-2015 y luego en 2020, cuando la caída de la actividad tras la pandemia provocó “la peor recesión económica en décadas”, según el Fondo Monetario Internacional. Altamente sensible a la volatilidad de los precios y mercados internacionales, el modelo de desarrollo preferido no tiene alternativa interna : las economías no se han diversificado y las fiscalidades siguen siendo de las más bajas y regresivas del mundo (Duterme, 2018). De ahí el regreso de altos niveles de endeudamiento.

Las implicaciones sociales y de sociedad de esta misma lógica de concentración que durante años ha regido la no distribución de tierra, riqueza y ganancias en Centroamérica son, cuando menos, problemáticas. Alimenta la violencia que azota a los Estados más pobres y los altos índices de emigración que sufren. Aunque varios indicadores sociales han mejorado en los últimos cincuenta años –como la esperanza de vida y el acceso a la educación primaria, especialmente de las niñas, - y aunque los niveles de pobreza disminuyeron hasta 2015-2016 gracias a la euforia agroexportadora de principios de este siglo, las disparidades y la precariedad siguen siendo desproporcionadas.

Aunque los datos varían según las fuentes y los criterios utilizados, en general, más de uno·a de cada dos centroamericanos·as vive por debajo del umbral de la pobreza (CEPAL, 2018). Los peores resultados se registran en orden descendente en Honduras (74,3%), Guatemala (67,7%), Nicaragua (58,3%), El Salvador (41,6%), seguidos de Panamá (21,4%) y Costa Rica (18,6%). Nicaragua tiene la renta nacional bruta per cápita (RNB/h) más baja : 1 900 dólares. Es seis veces menor que en Costa Rica y treinta y cuatro veces menor que en Estados Unidos, los dos principales países de destino de la emigración nicaragüense (data.worldbank.org/country). Pero, sobre todo, los indicadores de desigualdad sitúan a la región entre las más inequitativas. El coeficiente de Gini se acerca ahora a las 50 unidades (frente a las 25 de Bélgica y las 42 de Estados Unidos, correspondiendo el 0 a la igualdad perfecta y el 100 a la desigualdad perfecta, en la que una persona recibe todos los ingresos, es.countryeconomy.com).

La concentración de activos en unos pocos centenares de familias es impactante : según el World Ultra Wealth Report 2019 (wealthx.com), la riqueza de las 1.000 personas más ricas supone hasta tres cuartas partes del PIB regional. Este fenómeno sería especialmente fuerte en Nicaragua, donde las 200 personas más ricas del país acaparan más del doble del PIB nacional, una vez y media en Honduras, 0,8 vez en El Salvador, 0,5 vez en Guatemala y 0,3 vez en Costa Rica. Al mismo tiempo, la gran mayoría de los trabajadores no tienen acceso a un empleo formal, y mucho menos a cualquier forma de protección social. Según los respectivos bancos centrales, el 61% de la mano de obra salvadoreña, el 70% de la hondureña, el 71% de la guatemalteca y el 80% de la nicaragüense tienen que conformarse con el sector informal.

Una consecuencia dramática de este acceso desigual a la mesa de los ricos es la “inseguridad alimentaria aguda”, que afecta a más de 7 millones de personas a diario sólo en Guatemala, Honduras y Nicaragua (con población total de 33,5 millones de personas), debido a la pandemia y al cambio climático. Esto supone algo más de una de cada cinco personas (WFP y FAO, 2021). En Guatemala, la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) informa regularmente de que uno de cada dos niños sufre desnutrición… en este país tropical húmedo, que podría alimentar fácilmente a toda su población varias veces. Sólo tres países del mundo están en peor situación.

En cuanto a los “temas de sociedad”, el balance no es más alentador. En un contexto religioso en el que las iglesias evangélicas más bien conservadoras compiten por la popularidad con la Iglesia católica más bien tradicionalista, las políticas sobre la familia, la salud, la educación, etc. están en consonancia. La cultura dominante, decididamente patriarcal, sigue marcada por el machismo y el sexismo devastadores. La dominación masculina de las mujeres tiene pocos resquicios, por no hablar de la situación de los·as homosexuales. Las leyes contra el aborto en Centroamérica se encuentran entre las más estrictas del mundo, especialmente en Nicaragua, Honduras y El Salvador, donde las mujeres pueden pasar años en prisión por un aborto espontáneo (Montoya, 2021a).

Por último, es también lamentable el balance ecológico de la “normalización democrática” en Centroamérica, o más bien del mantenimiento de un modelo de desarrollo que dedica las mejores tierras a abastecer el mercado mundial de materias primas agrícolas, forestales y mineras. Por fuera, se presenta como “eco-responsable” por algunos sectores llamados “verdes”, pero por dentro se basa en la lógica asumida de la depredación capitalista. El uso de pesticidas en la industria agrícola, prohibidos en Europa, la contaminación en cadena provocada por la industria extractiva, la deforestación a gran escala (también en este caso, las cifras de la FAO son alarmantes)..., lo que se suma a la extrema vulnerabilidad de una región expuesta regularmente a “sucesos” climáticos, sísmicos y volcánicos.

Violencia criminal y represiva

Como se ha visto, el fenómeno de la migración, que ha ido en aumento desde los conflictos que desgarraron el istmo centroamericano y los “ajustes” neoliberales que le siguieron, es ante todo una muestra de un modelo de desarrollo inicuo. Guatemala, Honduras [2], Nicaragua, El Salvador... son “Estados de no-derechos” donde la concentración de poder rivaliza con la corrupción y la impunidad. Todas ellas son economías en las que la exportación desregulada de materias primas y la subcontratación en zonas de libre comercio siguen siendo la columna vertebral [3]. La inseguridad alimentaria, la precariedad social y la vulnerabilidad climática resultantes hacen que la gente quiera huir.

Pero la violencia precipita este deseo de huir. En particular, la violencia desenfrenada de las maras, las pandillas que explotan el “Triángulo Norte” de América Central : El Salvador, Honduras y Guatemala. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) la considera “la región más peligrosa del mundo”. Esto se debe principalmente a la “tasa de homicidios intencionales”. A lo largo de los años, Honduras y El Salvador se han intercambiado el macabro liderazgo del ranking mundial. Líder desde 2010, el primero fue destronado en 2015 por el segundo, con 105 homicidios por cada 100.000 habitantes. Pero desde 2019, se dice que Honduras vuelve a estar por delante de El Salvador. Y Guatemala no se queda mucho atrás (dataunodc.un.org).

Así, en relación con su peso demográfico, el Triángulo Norte es dos o tres veces más mortífero que México (devastado por las masacres de los narcotraficantes), diez veces más mortífero que Estados Unidos y cincuenta veces más mortífero que Europa Occidental. La violencia político-ideológica de las fuerzas militares y revolucionarias de ayer ha sido sustituida por una criminalidad rampante y opresiva. Por una violencia anárquica y mafiosa, peor en sus consecuencias humanas y sociales. Con, como principales actores, las bandas, las maras, que “gobiernan”, siembran el terror y se matan entre sí en zonas, barrios y familias sobre las que se disputan el control.

Este fenómeno, importado de Los Ángeles a mediados de los 90 con la repatriación forzosa de pandilleros centroamericanos a su país de origen, ha echado raíces en lugares donde aún circulaban armas de enfrentamientos anteriores (ver Mario Zúñiga Núñez en este número de Alternatives Sud). De eso también huyen los·as centroamericanos·as : las amenazas cotidianas, las frustraciones que enfadan o desaniman, la inseguridad, la falta de perspectivas que llevan a los jóvenes de los barrios pobres a ver la elevación social sólo en las bandas armadas, grandes o pequeñas, el crimen y la extorsión, y entonces la única forma de escapar de la espiral de violencia es emigrar lejos.

A menudo, es cuestión de huir o morir. Huir de las maras, esas micro-sociedades totalitarias con signos de pertenencia y rituales de obediencia alienantes -obligados a unirse, se les prohíbe salir. Se dice que las maras tienen entre 50.000 y 80.000 miembros, una cuarta parte de los cuales están en prisión. Según la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas), el 10% de la población depende de ellas : una de cada diez personas está vinculada a ellas de una u otra forma. Las dos principales -la Mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18- tienen múltiples ramificaciones y hacen que secciones enteras de la vida social y económica de los barrios dependan de su adscripción a ellas.

Huir de la extorsión de las maras, por supuesto, pero también huir de Estados incapaces de frenar la impunidad : según la ONUDD, entre el 95 y el 98% de los delitos quedan impunes. Estados que, a su vez, están azotados por una corrupción incesante y por diversos grados de colusión, incluso de negociación o de regateo electoral, con alguna banda armada o cártel de la droga. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), casi el 90% del tráfico de cocaína hacia Estados Unidos pasa actualmente por Centroamérica, como resultado de la concentración de los esfuerzos de la Administración para el Control de Drogas (DEA) en México, el Caribe y Colombia. Esto favorece aún más la actividad de las pandillas.

En la mayoría de los casos, especialmente en Guatemala, El Salvador y Honduras, las elecciones se ganan sobre la base de discursos de seguridad y promesas anticorrupción. Sin embargo, una vez en el poder, los impulsos punitivos y los compromisos éticos pronto resultan ineficaces. Los primeros no pueden valerse por sí mismos, los segundos no pueden resistir la atracción del “Estado botín”, y ambos se desmoronan como resultado de colusiones y otras prebendas, lo que se conoce en Guatemala desde hace varios años como el “pacto de los corruptos”. Del resto se encarga la debilidad estructural de las instituciones públicas que ya no tienen el “monopolio de la violencia legítima” en algunas zonas “sin ley”. Y la quimérica idea de una política de desarrollo real, soberana y redistributiva que ataque la raíz del problema se pospone indefinidamente.

A la violencia criminal, que es un factor decisivo de expulsión en el “Triángulo Norte”, se suma la violencia represiva de las autoridades. Violencia contra individuos y grupos movilizados contra la industria extractiva, el autoritarismo o la corrupción en Guatemala, El Salvador y Honduras (sólo en este último país, unos·as treinta activistas fueron asesinados·as en 2021). Violencia contra todas las formas de oposición en Nicaragua, donde desde la represión de las protestas de 2018 (300 muertos en tres meses) el régimen de Ortega-Murillo ha encarcelado o empujado al exilio a cualquier persona sospechosa de ser crítica con él, incluso con una frase colgada en una red social. Este clima de terror político, unido a los efectos de la crisis social, ha expulsado del país a más de 100.000 nicaragüenses sólo en 2021 (ver José Luis Rocha en este número de Alternatives Sud).

Huir de la inseguridad : de un peligro a otro

Centroamérica, y en particular el Triángulo Norte, “están asediados por la corrupción y la pobreza. El crimen organizado ha tomado el control de las élites políticas (...). Los más pobres se ven obligados a emigrar y los opositores a exiliarse” (Montoya, 2021b). Así resumía recientemente Le Monde la caricaturesca situación de la región en la introducción de su investigación sobre la “imparable erosión democrática en curso”. Y con razón. El saldo migratorio del año que acaba de terminar, 2021, batió todos los récords registrados en las últimas décadas en la frontera sur de Estados Unidos : ¡1,7 millón de migrantes fueron detenidos·as allí ! Tres veces la media de los ocho años anteriores.

La mayoría son centroamericanos·as y mexicanos, pero muchos haitianos·nas, sudamericanos·nas y africanos·nas y asiáticos·cas que consiguieron llegar por su cuenta al cuello mesoamericano fueron detenidos·as y, en su mayoría, devueltos·as o incluso repatriados·as directamente. Tal fenómeno es de gran importancia en Centroamérica desde hace medio siglo. Su escala lo hace social, económica, cultural y políticamente inevitable. Se calcula que, de 2000 a 2020, la región habrá puesto en circulación entre 400.000 y 500.000 migrantes más de media anual.

El principal destino, con diferencia, es Estados Unidos, donde ya viven unos cinco millones de centroamericanos·as [4], de los cuales entre el 50 y el 60% viven de forma ilegal, sin estatus formal reconocido. Sin embargo, muchos también paran en México o vienen a trabajar allí como temporeros (ver Carolina Rivera Farfán en este número de Alternatives Sud). Asimismo, varios cientos de miles de nicaragüenses viven en Costa Rica o se desplazan allí durante más o menos tiempo para trabajar. Otros, unos cuantos miles al año, prueban suerte en Europa, preferentemente en España.

El perfil de los·as que se marchan varía y difiere según la situación, pero también revela aspectos comunes que tienen que ver no sólo con las causas de la migración -la inseguridad física, social, medioambiental o política, objetiva o percibida, que provoca la decisión de huir-, sino también con las disposiciones y perspectivas de las personas o familias que emprenden el viaje. “Una de las principales caras de la migración hacia México y Estados Unidos es la de las familias rurales cuya fuente de ingresos es la agricultura. La mayoría cultiva cereales básicos, maíz, frijoles, arroz, café o calabazas en el ‘corredor seco”, una subregión del istmo tropical que se ve particularmente afectada por sequías cada vez más prolongadas y agudas (CEPAL, 2018). Según Aviva Chomsky en este Alternatives Sud, casi un tercio de los·as migrantes centroamericanos·as mencionan las condiciones climáticas extremas como motivo para marcharse.

A pesar de la progresiva feminización de las migraciones en la última década (ver Gabriela Díaz Prieto en este Alternatives Sud), el número de hombres migrantes sigue superando al de las mujeres que migran entre un 10 y un 20% (ONU, 2020). En un año cualquiera, la mitad de ellos·as tienen menos de 25 años y casi una cuarta parte son menores de edad, con una tendencia claramente cambiante en función de las variaciones en la política estadounidense de rechazo o aceptación de niños acompañados o no. Casi el 60% de ellos no ha completado la secundaria (Canales y Rojas, 2018). Y como un gran indicador de la importancia del efecto movilizador de la “reunificación familiar”, aproximadamente cuatro de cada cinco migrantes ya tienen familia en Estados Unidos (CEPAL, 2018).

Sin embargo, la migración en sí misma sigue siendo un proceso extremadamente peligroso. Por decir lo menos. A falta de acceso al transporte aéreo legal y de visados, la única solución para la gran mayoría de los que se van es viajar por tierra. Y los escollos se multiplican en el camino al exilio a través del norte de Centroamérica (de 50 a 2.500 km según el punto de partida) y la vasta extensión de México (de 2.000 a 4.000 km más según se apunte a la frontera de Texas o de California). Dependiendo de la policía y de las políticas migratorias de los países que se van a atravesar o alcanzar. Y en función de la voluntad de los pasadores de personas, traficantes, extorsionistas y bandas armadas que rondan la ruta. Por no hablar de los numerosos accidentes que pueden producirse en los transportes congestionados y clandestinos.

En 2018, por ejemplo, según datos de la “Red Mexicana de Organismos de Defensa de los·as Migrantes”, sólo en los estados de Chiapas, Oaxaca y Veracruz, entre el 10 y el 30% de las personas que tuvieron que cruzar declararon (en un centro de acogida de la misma red) que habían sido víctimas de algún delito. En su mayoría robos (en el 75% de los casos), pero también de violencias y violaciones. Un centroamericano de paso por México tiene ocho veces más posibilidades de ser secuestrado que su alter ego mexicano (Canales y Rojas, 2018). Otra fuente, la Secretaría de Gobernación de México, informa que, en promedio, uno de cada cuatro migrantes hondureños·as es objeto de abusos o violencia durante su travesía (gob.mx/segob). Las estadísticas de las organizaciones de derechos humanos son aún más preocupantes.

Los pasadores de personas (“coyotes”, “polleros”...) suelen ser los primeros abusadores, exigiendo varios miles de dólares por persona por sus supuestos “buenos planes” y dejando regularmente a sus víctimas abandonadas al llegar a la frontera o incluso en el camino... sin poder volverse contra ellos, legal o ilegalmente. Es en parte por esta impotencia, que ha nacido o ha crecido desde 2018 el fenómeno de las “caravanas”, procesiones de varios miles de migrantes, en su mayoría hondureños·as pero a los que se unen en el camino salvadoreños·as, guatemaltecos·as y otras nacionalidades (ver Lizbeth del Rosario Gramajo Bauer en este número de Alternatives Sud).

Al visibilizar la migración, la “caravana” aporta, en este mismo sentido, más seguridad colectiva. Elimina las dependencias individuales de las rutas dudosas y las prácticas escandalosas de los pasadores de personas. Además, varios analistas coinciden en que es la constitución o expresión de un “auténtico movimiento social de resistencia”, subversivo, autónomo y poderoso, organizado frente a las diversas formas de dominación y violencia a las que están sometidos sus miembros (Prunier, 2021). Leopoldo Santos Ramírez (2020) observa incluso una estrategia de movilidad masiva que “derrotó momentáneamente el sistema migratorio” de América del Norte y Central, “revelando su ineficiencia”.

Sin embargo, es evidente que este “sistema migratorio” -definido principalmente por las vicisitudes de las políticas estadounidenses y mexicanas en cuanto a la admisión y la devolución respecto de su “su gran reserva de mano de obra de Centroamérica” (ver Jazmín Benítez y Solangel Rejón en este número de Alternatives Sud)- ha recobrado fuerza. Bloqueando y dispersando manu militari estas caravanas en la frontera mexicana-guatemalteca, o incluso en la frontera entre Guatemala y Honduras. Haciéndolos escoltar, en el mejor de los casos, por la Protección Civil mexicana, con la condición de que sus miembros soliciten un permiso de residencia in situ. Agotados por “el sol, el frío, el dolor, el hambre, la enfermedad, la inseguridad y el miedo” o abrumados por “las pésimas condiciones de detención”, secciones enteras de estas sucesivas caravanas deciden incluso regresar [5].

De Trump a Biden, con el telón de fondo de una pandemia

Los·as migrantes empiezan a darse cuenta de que, incluso un año después de la toma de posesión del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, a pesar de las esperanzas suscitadas por sus promesas, no se han roto del todo con las prácticas de rechazo casi sistemáticas introducidas por su predecesor, Donald Trump. A lo sumo, ha logrado revertir la política de expulsión masiva – de “deportación”, como se llama en América Central – de los·as centroamericanos·as que viven en Estados Unidos sin documentación.

Como se sabe, la administración Trump ha empeorado la situación. En primer lugar, equiparando la inmigración con una amenaza a la identidad nacional y a los·as inmigrantes con “criminales”, “violadores”, “animales” o “mala gente de países de mierda”. Luego, multiplicando las medidas restrictivas en materia de derechos de asilo, protección de menores, permisos de trabajo, etc. Y, por último, pretendiendo “amurallar” la frontera [6].

Peor aún, el mayor orgullo de Trump en este ámbito es que logró obligar, bajo chantaje económico, primero a México y luego a Guatemala, Honduras y El Salvador, a cerrar sus repectivas fronteras del sur mediante “acuerdos de cooperación en materia de asilo”. A tramitar al menos -en tanto supuestos “terceros países seguros”- las solicitudes de asilo, ahora obligatorias, de todos los·as migrantes en ruta hacia los Estados Unidos o de todos·as los·as migrantes devueltos·as al “país de entrada” por los propios Estados Unidos. Una especie de “reglamento de Dublín” con sabor tropical que los expertos califican de inconstitucional, contrario a la Convención de Ginebra y, por cierto, impracticable. En Honduras y El Salvador no se pudo aplicar este procedimiento.

En México y Guatemala, en cambio, ha contribuido al endurecimiento de las autoridades migratorias, a la militarización de las zonas de tránsito, al agotamiento de los abscesos de fijación y al estallido de numerosos episodios de violencia represiva. La pandemia de coronavirus, por si fuera poco, ha agravado la situación. A la externalización de la frontera estadounidense en Centroamérica, la subcontratación periférica de la “amenaza migrante” por parte del presidente Trump, se han sumado la inmovilización temporal de las poblaciones y la justificación “sanitaria” -junto al argumento de identidad y seguridad- a las aberrantes prácticas de retención y rechazo, de confinamiento y evacuación.

En números, esto significa decenas, si no cientos, de miles de migrantes varados·as esperando en todos los niveles. En Guatemala, entre la detención en cuarentena de los “retornados” devueltos por Estados Unidos y la brutal dispersión de las “caravanas” de Honduras, El Salvador y Nicaragua. En México, en los campos de contención o protección, cuyos ocupantes están a la espera de que se decida su destino, y donde el presidente de izquierda elegido en 2018, Andrés Manuel López Obrador, no logra tampoco cumplir sus promesas electorales humanistas. Y, por último, a ambos lados de la frontera sur de Estados Unidos, donde Trump ha movilizado un arma doble -el programa de asilo “Remain in Mexico” y la antigua norma sanitaria “Title 42”, reintroducida a causa de la pandemia- autoriza a sus tropas a entregar a todos los migrantes del lado mexicano, en campamentos improvisados a merced de los delincuentes, a cualquier migrante interceptado del lado estadounidense.

La ruptura con el “trumpismo” anunciada por Joe Biden explica, sin duda, que, a pesar de estas condiciones desfavorables, la migración centroamericana a Estados Unidos se haya multiplicado en 2021. Sobre todo si, a esta ruptura con el trumpismo, se le suma el impacto socioeconómico de la pandemia, dos huracanes devastadores a finales de 2020, la represión política en Nicaragua, etc. Sin embargo, el nuevo presidente no tardó en dejar de lado el fondo de su proyecto, que incluía, por ejemplo, la legalización de 11 millones de indocumentados residentes en Estados Unidos durante ocho años. Esto se debió a la falta de mayoría en el Congreso para confirmar su reforma migratoria y a la caída de su popularidad relacionada con “l’appel d’air” y el “caos humanitario” en la frontera tras su toma de posesión.

Resultado de ello, la administración demócrata insta públicamente a los·as centroamericanos·as a “quedarse en casa”, promete financiar programas de “seguridad y prosperidad” en Centroamérica y, en la frontera, recurre de forma oportunista (o a instancias del poder judicial dominado por los “republicanos”) a dos herramientas –Remain in Mexico y el Title 42- que el predecesor Trump utilizó para expulsar al mayor número de personas posible [7]. Pero las mallas de la red son visiblemente más amplias que antes y sin duda justifican la persistencia de la migración y la adaptación de las estrategias de los·as migrantes.

Desbordados, los funcionarios fronterizos de Estados Unidos se esfuerzan por aplicar las normas cambiantes y hacer frente a las condiciones evolutivas de México y otros países de deportación o repatriación (Brasil, Cuba, etc.) que luchan mal que bien por imponer las suyas. Así, muchas familias con niños·as pequeños·as, además de los menores no acompañados y otros perfiles vulnerables a los que se deja entrar, pasan a diario, así como los beneficiarios aleatorios de los puntos de triaje abarrotados (ver Sullivan, The New York Times, 6 de diciembre de 2021).

Tras llegar a Estados Unidos, con o sin asilo, los·as nuevos·as inmigrantes suelen reunirse con familiares que ya están allí, mayoritariamente en California, Florida o Texas, y cuando alcanzan la edad de trabajar, se incorporan al mercado laboral formal o informal, a menudo en trabajos precarios o estigmatizados que pagan de seis a diez veces más que el mismo tipo de trabajo en su país de origen. La mayoría de ellos pueden enviar una parte importante de sus ingresos a sus familias en su país. Para alrededor del 30% de los receptores, estas “remesas” son la única fuente de ingresos. En conjunto, representan entre el 12 y el 25% del PIB de Guatemala, Nicaragua, Honduras y El Salvador y superan regularmente el valor de las exportaciones y de la inversión extranjera. En 2021, el total de las remesas recibidas en Nicaragua era casi igual al presupuesto nacional (Orozco, 2021).

Los “retornados”, repatriados a menudo contra su voluntad, han sido menos afortunados. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), proceden principalmente de Estados Unidos, pero una parte importante de ellos, entre el 25% y el 50% según el periodo, también regresan de México, voluntariamente o no. La gran mayoría de esos retornados, independientemente del país al que regresen, son hombres en aproximadamente el 85%. Los analistas señalan que el “retorno” es una etapa del proceso de migración y no necesariamente la última. De hecho, muchos lo volverán a intentar. O, como aceite en el fuego, son potenciales nuevos reclutas para las pandillas que se aprovechan principalmente de los beneficiarios de las remesas, o nuevos clientes para las redes de tráfico de personas controladas por el crimen organizado (ver Sergio Salazar Araya en este número de Alternatives Sud).

Derechos de los·as migrantes y democratización de las sociedades centroamericanas

De las páginas anteriores se desprenden dos observaciones. Por un lado, la falta de democratización de las sociedades centroamericanas -y la consiguiente inseguridad física, social, medioambiental o política- como la principal razón para huir de la región. Por otro, las condiciones de la propia migración -entre políticas migratorias inhumanas y criminalidad endémica- como una vulneración sistémica de la integridad de las personas y del derecho a la movilidad.

En ambos casos, el asunto es claro. No pasa una semana sin que un nuevo informe o comunicado internacional confirme la necesidad urgente de “cambiar” la situación. De forma más o menos eufemística. “El desarrollo y su sostenibilidad son la condición para cambiar el comportamiento migratorio” en Centroamérica, reiteraba ya la CEPAL en 2018. “Se trata de cambiar los factores económicos, ambientales y sociales y frenar la creciente violencia y las crisis políticas para mejorar los niveles de vida y así promover la migración como una opción informada y no forzada.” En diciembre de 2021, la OIM recalcó la importancia de poner fin “cuanto antes y de forma definitiva” al carácter “inhumano y contrario al derecho internacional” de las políticas migratorias estadounidenses aplicadas en México.

Tal es la situación. Por el momento, no hay indicios de que, aparte de las serias preocupaciones o incluso los ultimátums emitidos en las grandes conferencias internacionales que se suceden (Kourliandsky, 2021), se puedan revertir las tendencias actuales. Los tratados de libre comercio vigentes, las relaciones de poder que prevalecen en las sociedades centroamericanas y entre éstas y Estados Unidos, las configuraciones políticas dominantes, las asimetrías sociales, la crisis climática, etc. son factores que perpetúan la injusticia y atizan la emigración. Sin tener en cuenta la necesaria democratización de Centroamérica y en contra del respeto básico de los derechos de los·as migrantes.


Notes

[1En aquella época, el actual estado de Chiapas, fronterizo con Guatemala, formaba parte de ese país, y en 1824, tres años después de la caída del imperio español, se unió a México por referéndum. El actual Belice, al noreste de Guatemala, fue durante mucho tiempo un territorio en disputa entre Gran Bretaña y España, rebautizado como Honduras Británica en 1862, no se independizó de Londres hasta 1981, pero siguió siendo miembro de la Commonwealth. Panamá no se unió definitivamente a Centroamérica hasta 1903, cuando se separó de Colombia, el antiguo Virreinato de Nueva Granada, con la ayuda de Estados Unidos, que entonces tomó el control de la construcción del canal interoceánico.

[2Enero de 2022, la redacción de este editorial coincide con la toma de posesión de la nueva presidenta Xiomara Castro en Honduras. Procedente de la oligarquía liberal, posicionada a la izquierda desde hace una docena de años, ella promete acabar con el “Estado de no-derecho” y el neoliberalismo. Sólo el tiempo dirá si el “socialismo democrático” que dice promover puede sustituir al modelo de “acumulación por desposesión” que prevalece en Honduras (Vásquez, 2021).

[3Evidentemente, Costa Rica y Panamá son casos especiales por diversas razones históricas, demográficas y geopolíticas (ver Torres-Rivas, 1993 ; Rouquié, 1992). No tienen los niveles de pobreza, violencia y emigración de los cuatro países del norte de Centroamérica. Sin embargo, sería un error considerarlos como democracias sociales pacíficas. El mismo modelo de desarrollo desigual y predatorio prevalece en estos países, aunque menos desigual en Costa Rica y más financiero en las orillas del Canal de Panamá.

[4Entre 1,5 y 2 millones de El Salvador, casi 1,5 millón de Guatemala, 1 millón de Honduras, 500.000 de Nicaragua, 150.000 de Costa Rica y otros tantos de Panamá. Estimaciones aproximadas según la OIM (2021) y la ONU (2020). El número de inmigrantes centroamericanos·as en Estados Unidos habría aumentado un 137% entre 1990 y 2020 (530% para los hondureños·as y 293% para los guatemaltecos·as).

[5Lea, por ejemplo, estos artículos de prensa de diciembre de 2021 : « Migrant Caravan turns around citing prisonlike conditions » (www.newsnationnow.com), « Las mujeres y niñas van de último en las caravanas migrantes » (www.plazapublica.com.gt), « ¿Cuántas caravanas migrantes hay en México ? » (www.milenio.com), etc.

[6Las políticas antiinmigración de Trump, ¿han convertido el destino europeo en una “válvula de escape” ? En una (pequeña) medida, sí. 5.000 en 2017, 8.000 en 2018, más de 10.000 centroamericanos·as solicitaron asilo en el “viejo continente” en 2019. Incluso en Bélgica, donde los solicitantes de asilo salvadoreños obtuvieron al inicio el estatus de refugiado de forma casi automática (en 2018), para ser (desde 2019) ... rechazados casi sistemáticamente. Extraño porque ni las razones para huir de El Salvador ni los criterios oficiales belgas han cambiado desde entonces. ¿Lo explicaría el temor de una afluencia de nuevas solicitudes ? (Duterme, 2020)

[7“Why ‘Remain in Mexico’ Is Worth Preserving”, The Washington Post, 4 de enero 2022.


bibliographie

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Cet article a été publié dans notre publication trimestrielle Alternatives Sud

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