La historia de las relaciones entre África y el resto del mundo parece haberse acelerado a comienzos de los años 2020. Tres acontecimientos recientes ilustran de manera particular lo que podría describirse como una “desoccidentalización geopolítica” del continente. El primero, y más espectacular, es la expulsión de Francia del Sahel, por efecto dominó, bajo la presión de juntas militares en Malí (2022), Burkina Faso (2023) y Níger (2024), cuyos nuevos dirigentes nacionalistas rompieron relaciones con París para aliarse con Rusia, por la petición inesperada de un presidente llegado al poder mediante un golpe de Estado constitucional en Chad (2025), bajo el impulso de un presidente soberanista elegido democráticamente en Senegal (2025).
Otro episodio del retroceso de la influencia occidental en África tuvo lugar en Nueva York en marzo de 2022, cuando diecisiete naciones africanas se negaron a condenar la invasión rusa de Ucrania en las Naciones Unidas, contraviniendo la estrategia euroamericana de conformar un frente internacional unificado para aislar a Vladimir Putin. La desconexión africana del polo occidental se confirmó al año siguiente en Johannesburgo, durante la cumbre anual de los BRICS. La adhesión de Egipto y Etiopía, así como el interés expresado por varios gobiernos africanos en unirse a esta alianza, dan cuenta del creciente atractivo de este bloque geopolítico “alternativo” y del orden multipolar que promueve.
Estos hechos geopolíticos de relevancia dan cuenta del proceso de redistribución de influencias que está en marcha en el continente, en el contexto de las transformaciones del sistema internacional. Es a los mecanismos de estas reconfiguraciones a los que se dedica esta edición de Alternatives Sud.
África es, en efecto, un escenario central de la creciente rivalidad estratégica que enfrenta abiertamente a Europa con Rusia, y a Estados Unidos con China. Indudablemente, el continente se ve atrapado en nuevas formas de alineamiento generadas por “la recomposición de representaciones binarias del mundo, moldeadas políticamente por actores que aspiran a desempeñar un rol de liderazgo entre los ‘Sures’ o a ganarse el apoyo de lo que las autoridades rusas llaman ahora la ‘mayoría mundial’ contra ‘Occidente’” (Allès, 2024). La llegada de Trump al poder modifica, sin duda, de forma radical la política africana de Washington, pero no cuestiona la prioridad estratégica bipartidista de contener la influencia china, tanto en esta región como en otras partes del mundo.
Sin embargo, y a diferencia de la Guerra Fría, la competencia geopolítica que atraviesa el continente no puede reducirse a los intereses de las grandes potencias : potencias medias, especialmente de Oriente Medio, también están desarrollando una influencia multiforme, desplegando su propia estrategia diplomática en función de sus intereses nacionales. La proliferación, desde la década de 2010, de cumbres “África + 1” (UE-África, China-África, Rusia-África, Turquía-África, Emiratos-África, etc.) es un indicio claro de la creciente competencia diplomática por la atención y el favor de los países africanos.
La expresión “nueva fiebre por África” se utiliza con frecuencia para describir la intensidad de estas ambiciones [1]. La imagen resulta evocadora, pero como señalan Abrahamsen, Chimhandamba y Chipato en su contribución a esta edición de Alternatives Sud, solo da cuenta parcialmente de lo que está en juego en las relaciones entre África y el resto del mundo, pues sugiere que el continente es un objeto pasivo de iniciativas externas.
Ahora bien, los Estados africanos mantienen una relación activa con su entorno internacional, a pesar de sus debilidades y dependencias. Deben ser considerados como protagonistas de las reconfiguraciones geopolíticas en curso, ya que la diversificación de alianzas con actores externos les provee de nuevos recursos y márgenes de maniobra. Esta capacidad de acción africana se expresa en forma de acción colectiva, principalmente a través de la Unión Africana, que se esfuerza, con mayor o menor éxito, por formular y hacer oír las reivindicaciones del continente en los espacios multilaterales.
Del oligopolio de los donantes al regreso de la competencia geopolítica
El renovado interés por África al que asistimos hoy sucede a un periodo de marginación internacional del continente, desde el final de la Guerra Fría hasta los años 2000. Esta etapa estuvo marcada por crisis económicas, conflictos, el colapso de los Estados y la desvalorización geopolítica de una región que había perdido su importancia estratégica en el nuevo orden mundial unipolar. Si bien existía una rivalidad latente entre Estados Unidos, que proclamó el fin de los cotos de caza poscoloniales, y Francia, en conjunto, el continente es objeto de intervenciones (militaro)humanitarias más que de inversiones diplomáticas o económicas.
Síntoma de ese relativo desinterés, los montos de la ayuda pública al desarrollo disminuyen a lo largo de los años noventa. Las relaciones interestatales del continente con el resto del mundo se reducen entonces prácticamente a los vínculos asimétricos que mantiene con sus acreedores -países occidentales e instituciones financieras (FMI y Banco Mundial) dominadas por estos últimos. Este oligopolio de donantes comparte una misma visión liberal de los problemas de África y supedita sus ayudas y condonaciones de deuda a la aplicación de reformas económicas y de gobernanza.
China fue el primer país emergente en interponerse en este cara a cara entre África y Occidente. Un “regreso”, a mediados de los años noventa, motivado ante todo por sus prioridades económicas : importar recursos naturales (para alimentar su aparato industrial en plena expansión) y exportar su producción de bajo costo hacia nuevos mercados. Pekín instauró un modelo de cooperación adaptado a sus necesidades -préstamos financieros y construcción de infraestructuras a cambio de acceso a largo plazo a los yacimientos africanos-, bajo la mirada recelosa de los países occidentales.
Desde entonces, el crecimiento de los intercambios comerciales entre China y África ha sido vertiginoso : +2100% entre 2002 y 2022. Ya en 2013, China se convierte en el primer socio comercial del continente (Moses et al., 2024). Es también, desde entonces, su primer acreedor bilateral, aunque sus préstamos han disminuido considerablemente después del pico de 2016. El aumento del precio de las materias primas vinculado a la demanda china será el principal factor del auge del crecimiento africano a comienzos de los años 2000 y de la ola de afro-optimismo que pronto se apodera de los inversores globales.
La expansión china en África implicó desde el inicio consideraciones geopolíticas, pero esta dimensión ganó centralidad tras la llegada al poder de Xi Jinping en 2013 y la adopción de una política exterior más asertiva. Los efectos de la crisis financiera de 2008-2011 y el persistente desinterés occidental por el continente fueron entonces percibidos, a ojos del Partido Comunista, como “oportunidades estratégicas” para anclar políticamente a África a China. Junto con los financiamientos y las giras diplomáticas, este esfuerzo de cooptación se vio reforzado por la inclusión del continente en la red mundial de infraestructuras de las nuevas rutas de la seda.
Géraud Neema observa en este libro que la “diplomacia de la chequera” se ha traducido en el respaldo de los países africanos en los foros multilaterales sobre cuestiones clave para Pekín, en particular el principio de “una sola China”. Si bien la desaceleración económica china y los niveles de endeudamiento de los países africanos han provocado una marcada reducción de este compromiso financiero desde fines de los años 2010, como señala el propio autor, la Cumbre China-África de 2024 muestra que las expectativas de una adhesión de África a la estrategia china de revisión del orden mundial no han disminuido, sino todo lo contrario.
Los factores del reencuentro de Rusia con África son más directamente geopolíticos y se inscriben en la estrategia contrahegemónica esbozada por Vladímir Putin durante su discurso en Múnich en 2007 contra la “unipolaridad” del mundo. Como continente marginado del nuevo orden internacional, África puede servir potencialmente de palanca para el advenimiento del mundo multipolar que desea el presidente ruso. La anexión de Crimea en 2014 y las tensiones con Europa y Estados Unidos que se desencadenaron aceleraron el despliegue de la política africana de Moscú, cuyo principal vector es la provisión de recursos en materia de seguridad.
El Kremlin se esfuerza, en efecto, por capitalizar políticamente su papel como principal proveedor de armas del continente, multiplicando los acuerdos de cooperación militar y reforzando sus vínculos con sus principales clientes (Argelia, Egipto, Sudán, Zimbabue, Angola, etc.) (Vigne, 2018). También ofrece una serie de servicios en materia de seguridad a regímenes africanos en situación crítica, valorizando su “tarjeta de presentación siria” (Delanoë, 2023). Esta actividad es subcontratada de forma extraoficial a milicias paramilitares semiprivadas, empezando por Wagner, convertida en Africa Corps en 2023, primero en la República Centroafricana, luego en Sudán, Libia, Mozambique, Malí, Burkina Faso, y más recientemente en Níger y Guinea Ecuatorial.
El giro de los tres países sahelianos (Malí, Burkina Faso y Níger) hacia la órbita rusa constituye el principal avance diplomático ruso en el continente, en detrimento de la influencia francesa. Como señala Folashadé Soulé en su contribución, Rusia ha sabido aprovechar el estancamiento de la campaña antiyihadista, las divergencias entre militares sahelianos y franceses sobre la estrategia adecuada frente a los insurgentes, y el rechazo popular a la presencia militar francesa, que los propios rusos han contribuido a avivar. Las maniobras navales conjuntas con Sudáfrica un año después de la invasión de Ucrania, las numerosas visitas de dignatarios africanos a Moscú, o las abstenciones de varios países africanos en las votaciones de la ONU que condenaban dicha invasión, son otras manifestaciones de la creciente huella geopolítica de Rusia en África.
No obstante, esta influencia no debe sobrestimarse. La escasa densidad de las relaciones económicas entre Rusia y África [2], así como el temor de los Estados africanos a perder el acceso a los financiamientos occidentales, actúan como frenos a la expansión diplomática rusa en el continente, máxime cuando Moscú tiene prioridades en otros escenarios. Además, la incapacidad del ejército ruso para impedir la caída de Bashar al Asad en diciembre de 2024 (seguida seis meses más tarde por los bombardeos contra Irán) ha dañado la imagen de alternativa de seguridad fiable que Moscú buscaba proyectar y ha debilitado su posición en las capitales sahelianas (Le Monde, 20 de diciembre de 2024).
Rusos y chinos no son, por lo demás, los únicos que han arrebatado cuotas del mercado africano a los países occidentales : potencias intermedias también están desarrollando allí una diplomacia activa y visible. La India, por ejemplo, considera su compromiso en África como un elemento que refuerza su búsqueda -todavía inconclusa- del estatus de gran potencia, además de una inversión estratégica para contrarrestar la influencia de su rival chino en el continente (y en sus votos). Nueva Delhi puede apoyarse para ello en una relación comercial dinámica (con un crecimiento del 18 % anual desde 2003) que la sitúa como el tercer socio comercial del continente, después de la UE y China, así como en el peso de su diáspora, la inserción de sus empresas en el tejido económico africano y el dinamismo de su cooperación técnica, especialmente en materia de difusión de tecnologías accesibles (pagos móviles, energías renovables, vacunas).
En el plano diplomático, los indios hacen valer haber obtenido la inclusión de la Unión Africana como miembro de pleno derecho del G-20, con ocasión de la Cumbre de Nueva Delhi en 2023. La contrapartida esperada sería que los países africanos apoyen la candidatura de la India al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, un objetivo formulado oficialmente por Narendra Modi en un discurso ante el parlamento ugandés cinco años antes (Nantulya, 2024).
Pero el desarrollo más subestimado en materia de geopolítica africana en estos tiempos de nueva guerra fría reside en la presencia creciente y proteiforme de las naciones de Oriente Medio -Turquía, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, Catar, Irán- en el continente. Si bien los resortes de su implicación son a la vez económicos, políticos, de seguridad y culturales, parece predominar el objetivo de afirmar su papel como potencias regionales ascendentes.
Mesut Özcan y Mehmet Köse retoman en este número de Alternatives Sud la trayectoria y las motivaciones de la expansión turca en África. La apertura de decenas de nuevas embajadas y el número, sin igual para un jefe de Estado no africano, de giras por el continente realizadas por Recep Tayyip Erdogan traducen, ante todo, la búsqueda de un estatus de potencia ineludible en la escena mundial. Este dinamismo, relativamente reciente, se inscribe sin embargo en la continuidad de los principios que guían la diplomacia turca desde las independencias africanas : la voluntad de autonomía frente a los “aliados” occidentales y la búsqueda de mercados para la industria nacional.
Para seguir en el ámbito económico, el papel financiero de Arabia Saudita y de los Emiratos Árabes Unidos en África ya compite con el de las grandes potencias. Los Emiratos, en particular, han anunciado recientemente cerca de cien mil millones de dólares de inversión en energías renovables, puertos, minas, agricultura, infraestructuras y construcción (Pilling et al., 2024). Estos compromisos se inscriben en una estrategia de diversificación económica y de refuerzo de la seguridad alimentaria, pero constituyen también un vector de influencia geopolítica y de seguridad. Las decenas de miles de millones de dólares destinados a Egipto tienen como objetivo estabilizar económicamente a un régimen, el de Al-Sisi, considerado como un baluarte frente a la expansión de la fuerza política más temida por Abu Dabi : el islam político de los Hermanos Musulmanes. [3]
Los Emiratos se esfuerzan igualmente por reforzar sus posiciones en África apoyando, de manera más o menos clandestina, a actores implicados en conflictos internos en Libia, Etiopía, Sudán y Somalia, con el riesgo de agravar o prolongar las violencias. Husam Mahjoub analiza en estas páginas, en particular, la manera en que Abu Dabi se ha inmiscuido en la guerra civil que desgarra Sudán desde 2023, al respaldar a las Fuerzas de Apoyo Rápido, una milicia paramilitar sospechada de crímenes de guerra y de limpieza étnica en una escala tal que las Naciones Unidas alertan sobre la existencia de un riesgo “muy elevado” de genocidio (Le Monde, 23 de junio de 2025).
De manera más general, África del Norte y el Cuerno de África aparecen como el escenario de enfrentamientos por delegación entre las potencias de Oriente Medio comprometidas en la carrera por la dominación regional : Turquía y Catar se miden allí con Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos ; Irán con Arabia Saudita ; Turquía con Irán ; Arabia Saudita con los Emiratos ; etc.
Si a comienzos de 2025 Francia sigue ocupada en sacar lecciones de su derrota en el Sahel, las potencias occidentales no permanecen pasivas frente a la afirmación de estos nuevos competidores al sur del Mediterráneo. Así lo demuestra el lanzamiento, en 2022, de la iniciativa Global Gateway, un programa europeo de inversión a gran escala en infraestructuras de los países del Sur cuyo objetivo declarado es responder a las nuevas rutas de la seda, en particular en el continente africano. El desafío consiste a la vez en (re)conectar África y sus recursos a las cadenas de valor controladas por Europa y en reconquistar el terreno perdido en el plano geopolítico frente a China y Rusia, aumentando el volumen de los compromisos financieros, pero también comunicando mejor sobre las inversiones y la ayuda procedente de la Unión y de sus Estados miembros (Teevan et al., 2022).
Estados Unidos ha hecho aún más explícita la contención de la influencia china como eje oficial de su política africana, que la administración Trump está ocupada en desmantelar… en el marco de una “reorganización estructural total” del Departamento de Estado, con vistas a un alineamiento con la doctrina de “América primero” (La Croix, 20 de abril de 2025). Esta reducción de la proyección diplomática estadounidense se supone compensada mediante la conclusión de acuerdos bilaterales caso por caso, destinados a garantizar el acceso de las empresas norteamericanas a minerales críticos. Se trata de una estrategia ya ensayada en África central, donde Estados Unidos se esfuerza por reconciliar a la RDC y a Ruanda tras haber prometido invertir seis mil millones de dólares en infraestructuras de transporte que conecten la región cuprífera del Congo con el puerto de Lobito, en Angola. La “batalla de los corredores” en África no ha hecho más que comenzar (Vircoulon, 2024).
Despliegue de un soft power postoccidental
Un rasgo común al conjunto de competidores de los países occidentales es legitimar su expansión en el continente destacando la ausencia de cualquier compromiso colonial en África, una virginidad histórica que sería la garantía de una relación de otra naturaleza : una cooperación Sur-Sur más “respetuosa”, “equitativa”, “fraternal”, orientada al “ganar-ganar”, que la que los Estados africanos mantienen con las antiguas metrópolis, cuyas aspiraciones son, de forma irremediable, “neocoloniales”.
Esta retórica se acompaña de la movilización de referencias narrativas en torno a la condición común de exnaciones colonizadas y de las solidaridades históricas, reales, pero magnificadas, en las luchas por la independencia y contra el apartheid. Rusos y chinos recurren abundantemente a este repertorio, como es sabido, pero también lo hacen los turcos, cuyo presidente repite hasta la saciedad en sus desplazamientos africanos que “Turquía, heredera de la Sublime Puerta, nunca ha colonizado” (Özcan y Köse en este Alternatives Sud), mientras que los indios no dudan en recordar el activismo de Gandhi o de Nehru por la “liberación del continente” (Nantulya, 2024).
Estas estrategias discursivas resultan tanto más eficaces cuanto que se despliegan en un contexto que podría calificarse como de “fatiga de Occidente” en el continente africano. La desconfianza es particularmente intensa en África francófona, atravesada por una oleada de aspiraciones soberanistas frente a la percepción de una tutela francesa de carácter económico, monetario, militar y político ; especialmente en el Sahel, donde la presencia del ejército francés, en el marco de una crisis de seguridad sin fin, ha sido percibida, cada vez más, como una ocupación.
Como lo muestra claramente Folashada Soulé en su artículo, las manifestaciones contra la presencia militar francesa y a favor de una intervención rusa, que prepararon el terreno para los golpes de Estado, estuvieron fuertemente influenciadas por lo que algunos designan como la obra de una rusosfera en África, es decir, un dispositivo de influencia informacional anti-Francia, multiforme y orquestado por Rusia y sus intermediarios en las redes sociales africanas (Audinet y Limonier, 2022).
No obstante, y más allá del antiguo feudo francés, el declive de la legitimidad de los países occidentales, sobre el cual prosperan las estrategias de sus competidores, es indisociable del endurecimiento de las condicionalidades políticas, cada vez más percibidas como una desposesión de soberanía y como la manifestación de un imperialismo moral (Olivier de Sardan, 2022). Este declive resulta también de la impresión generalizada de una hipocresía de los antiguos colonos en materia de principios humanistas, en el contexto de las políticas migratorias, de la carrera por las vacunas contra el covid o de las guerras “olvidadas” de África.
En el caso de China y sobre todo de Rusia, la denigración del “Occidente colectivo” va de la mano con la promoción de sistemas políticos alternativos al de la democracia liberal, que poseen un potencial de seducción nada desdeñable sobre las élites africanas. La expresión “consenso de Pekín” (en oposición al “consenso de Washington”) surge a mediados de los años 2000 para calificar las estrategias de desarrollo “al estilo chino”, que ponen el acento en la no injerencia (ausencia de condicionalidad) y en la prioridad otorgada al desarrollo del aparato productivo por encima de los desafíos de la democratización.
Esta estrategia de difusión de normas mundiales se consolidó a comienzos de los años 2020 en el marco de las tres iniciativas globales chinas (desarrollo, seguridad y civilización), destinadas a suplantar el modelo occidental de vocación universalista (Kewalramani, 2024). El objetivo de alinear a los líderes africanos con este proyecto de gobernanza mundial sinocéntrica estuvo en el centro de la cumbre China-África de 2024 para “la construcción conjunta de una comunidad China-África de futuro compartido en toda temporada para una nueva era” (véase artículo de Neema).
El desarrollo de una influencia ideológica en África pasa igualmente por el recurso a los registros civilizacional, identitario y religioso. Con un éxito innegable, Rusia se ha erigido en defensora mundial de los valores tradicionales y familiares frente a lo que muchas personas africanas consideran una ofensiva cultural occidental de exportación de normas (feminismo, derechos LGBTQI) contrarias a las “valores africanos” (Banégas et al., 2024). El objetivo es ahondar una brecha cultural y política entre los países africanos (y el “Sur global” en general), por un lado, y Estados Unidos y Europa, por el otro (Mandaville, 2022).
Del lado de las potencias musulmanas emergentes, las referencias al islam ocupan un lugar privilegiado en los esfuerzos de seducción de los países africanos por parte de los Estados del Cercano y Medio Oriente. Arabia Saudita tiene en este ámbito una ventaja comparativa sin igual, que deriva de la creciente influencia de su red de instituciones religiosas sobre el tipo de islam practicado en tierras africanas [4].
El desarrollo de un soft power en el contexto africano depende también, de manera más clásica, de la apertura de representaciones diplomáticas -el número de embajadas ha pasado en pocos años de unas cuantas a varias decenas en el caso de Turquía, Qatar, los Emiratos o la India, mientras que Estados Unidos se dispone a cerrar la mayoría de las suyas en el continente-, del financiamiento de proyectos de desarrollo y humanitarios (en contraste con el desmantelamiento de la cooperación estadounidense) y del despliegue de una cooperación cultural y educativa multiforme.
De ello trata el artículo de Mesut Özcan y Mehmet Köse, que menciona la diseminación de las escuelas Maarif, destinadas a difundir la lengua y la cultura turcas, así como la concesión de miles de becas a estudiantes africanos y africanas, lo que ha contribuido a hacer de Turquía un destino privilegiado, mientras se restringen las posibilidades de acceso a los estudios en Europa como efecto de las políticas migratorias y de austeridad.
La esfera mediática africana no está lógicamente al margen de estas luchas de influencia, cuya intensidad ya hemos mencionado en las redes sociales. China y Rusia, en particular, trabajan para reducir la audiencia de los canales occidentales (BBC, TV5 Monde, RFI, etc.) en beneficio de sus propios medios (Russia Today, Sputnik, CGTN) o de medios “panafricanos” a los que ejercen influencia. Como señala Géraud Neema, “Pekín moviliza varios resortes : la formación de periodistas africanos, el suministro de contenidos a los medios locales y la expansión de sus propios órganos, como la agencia Xinhua y la China Global Television Network (CGTN)” (Neema, 2025).
Los públicos de África del Norte son desde hace tiempo objeto de una competencia entre Al Jazeera (controlada por Qatar) y Al Arabiya (controlada por Arabia Saudita), ambas muy marcadas geopolíticamente. Cabe señalar también el lanzamiento en 2019 por parte de Irán de Hausa TV, dirigida a los 50 millones de hablantes de hausa en África Occidental (Bouvier, 2024), y en 2023 de la cadena TRT Africa por el radiodifusor público turco, accesible en francés, inglés, hausa y suajili, con el objetivo declarado de “proponer un relato diferente al de los canales occidentales en el continente” (www.agenceecofin.com, 3 de abril de 2023).
Márgenes de maniobra y capacidad de acción africana
Varios autores·ras de este número de Alternatives Sud denuncian los sesgos de la disciplina de las relaciones internacionales en su enfoque de las relaciones entre el África poscolonial y el resto del mundo. Los países africanos han sido presentados durante demasiado tiempo como los “objetos”, los “blancos” o los “terrenos” de estrategias de alianza impulsadas por potencias exteriores al continente. Contra este enfoque occidentalocéntrico, Rita Abrahamsen, Barbra Chimhandamba y Farai Chipato subrayan “la importancia de la capacidad de acción africana, entendida en el sentido amplio de poder e influencia que varios actores del continente han ejercido en la escena internacional”. Es en esta preocupación por restituir la “agentividad” de los actores locales que Folashadé Soulé vuelve en estas páginas sobre los puntos de vista de los responsables políticos y militares sahelianos acerca de los desafíos y riesgos de la estrategia de diversificación de alianzas en materia de seguridad.
Este enfoque a partir del poder de acción resulta aún más necesario en tanto que la aparición de una nueva oferta de apoyo por parte de actores emergentes genera una situación de competencia que refuerza los márgenes de maniobra de los Estados africanos para (re)negociar los términos de sus relaciones con el resto del mundo. Este nuevo contexto sitúa a los líderes africanos en una situación similar a la que prevalecía durante la Guerra Fría, en la que podían obtener beneficios a cambio de mantenerse en el campo del “mundo libre” o del bloque socialista.
Esta estrategia de puesta en competencia está implícita en la declaración del presidente congolés Étienne Tshisekedi, decepcionado por la falta de apoyo occidental en el conflicto con Ruanda, según la cual “Rusia y China en África se comportan mejor que los occidentales. No pretenden darnos lecciones de moral” (LCI, 4 de mayo de 2024). Esto explica también las presiones del propio Tshisekedi sobre Pekín para renegociar los contratos mineros firmados bajo su predecesor, con vistas a un reparto más equilibrado de los ingresos del cobre y del cobalto entre las empresas chinas y el Estado congolés. O también sus visitas, con pocos meses de intervalo, a Doha y Abu Dabi, con el fin de aprovechar las rivalidades entre las monarquías del Golfo en materia de inversiones (Battory y Vircoulon, 2024).
Es con este objetivo de recuperar un peso geopolítico a los ojos de los países occidentales que muchos países africanos contemplan el acercamiento a los BRICS o la firma de acuerdos militares con Rusia, China o Turquía. Los Estados africanos son, por lo tanto, actores proactivos de la transformación de su entorno internacional en el sentido de una mayor competencia, más que juguetes de la competencia entre potencias imperiales ascendentes o declinantes. Para la mayoría de estos Estados, y en el fondo al igual que la mayor parte de los Estados del Sur global, el reposicionamiento geopolítico en curso obedece al “multi-alineamiento” y a la explotación pragmática de la diversificación de los proveedores de apoyo económico y militar, más que a un cambio de alianza o a un realineamiento con un campo u otro.
Pero la capacidad de acción africana es también una capacidad de acción colectiva en la escena internacional. Se expresa esencialmente a través de la Unión Africana, que Abrahamsen, Chimhandamba y Chipato analizan a la luz de la ambición de sus creadores de convertirla en el instrumento de la materialización del proyecto panafricano. Conviene recordar que esta ideología política emancipadora, nacida en el espacio americano-caribeño, está en la base de la creación de la Organización de la Unidad Africana (OUA) en 1964, que su principal arquitecto, el presidente ghanés Kwame Nkrumah, concebía como los primeros pasos hacia los Estados Unidos de África.
La fundación de la Unión Africana sobre las cenizas de la OUA en 2002 buscaba redinamizar este proyecto de unión política africana, desde el fin del apartheid, para que África pudiera “ocupar el lugar que le corresponde por derecho en los asuntos internacionales”, parafraseando al presidente sudafricano Thabo Mbeki. La nueva organización asociaba las ambiciones de integración continental y de afirmación mundial con la promoción de los ideales de democracia y de derechos humanos, tres objetivos que debían reforzarse mutuamente.
Los mismos autores y autoras hacen un balance contrastado de los primeros veinte años de existencia de la Unión Africana. Presentan como avances incontestables la adopción de “posiciones africanas comunes” en las Naciones Unidas, en particular en materia de reforma del Consejo de Seguridad (consenso de Ezulwini), la creación de la Zona de Libre Comercio Continental Africana (ZLECAf), la adopción de la Carta Africana de la Democracia, las Elecciones y la Gobernanza, el fortalecimiento de la arquitectura africana de paz y seguridad según el principio de “soluciones africanas a los problemas africanos”, así como la coordinación de las respuestas nacionales a la pandemia del covid. También puede atribuirse a la organización regional la lenta emergencia de una diplomacia medioambiental coordinada en materia climática, cuyos contornos y limitaciones Moïse Tsayem se esfuerza por describir en su contribución.
No obstante, Rita Abrahamsen y sus colegas ofrecen una mirada lúcida sobre los límites de la organización regional. Constatan retrocesos preocupantes precisamente en los mismos ámbitos en los que se habían alcanzado progresos. En materia de promoción de la democracia y de los derechos humanos, la organización “parece haber abdicado de su intransigencia frente a los golpes de Estado y a los cambios anticonstitucionales de poder” que se han multiplicado en el continente. En el frente de la paz y la seguridad, la ambición de la Unión de “hacer callar las armas” nunca ha parecido tan ambiciosa, dado el número y la violencia mortífera de los conflictos. Cruel ilustración de esta impotencia : si la RDC y Ruanda acaban de firmar un acuerdo de paz preliminar en el momento de cerrar este número de Alternatives Sud, ha sido en un marco no africano, bajo la égida de las administraciones estadounidense y catarí, después de tres años de negociaciones estériles a escala regional.
Por último, el contexto de un sistema internacional en vías de multipolarización constituye un serio desafío para la afirmación de una agenda africano en respuesta a los grandes retos mundiales, pese a un reconocimiento internacional creciente de la importancia geopolítica del continente. Esta dificultad para hablar con una sola voz se manifiesta en el papel menor desempeñado por la Unión Africana en las cumbres “África + 1”, donde predominan las negociaciones bilaterales con cada jefe de Estado africano (Tevoedjre, 2023). Quedó claramente en evidencia en el marco del conflicto ruso-ucraniano, frente al cual el continente no logró ser el polo de estabilidad que aspiraba a ser, ya que las acciones de la Unión resultaron “en el mejor de los casos ambiguas, reveladoras de un ejercicio de equilibrio casi imposible consistente en satisfacer al mismo tiempo a los partidarios africanos de Moscú, a los países opuestos a la guerra y a los países apegados a la neutralidad” (Abrahamsen et al.).
También se manifestó durante la ofensiva israelí sobre Gaza, según Patrick Bond —cuyo testimonio reproducimos en este número—, donde “se vio cómo los países africanos fueron divididos y manipulados en torno a la cuestión del apoyo a Israel, algunos habiendo sido literalmente comprados por Tel Aviv”. Por lo demás, una gran parte de las dificultades de la organización regional reside en la “crisis de implementación” de sus resoluciones, que a menudo quedan en letra muerta debido a la ausencia de voluntad política de los Estados miembros, a las rivalidades entre ellos y a la dependencia de la institución respecto de los financiamientos extranjeros [5].
¿Del neocolonialismo al subimperialismo ?
Si las recomposiciones geopolíticas que nos interesan no han contribuido de manera evidente a la democratización ni a la pacificación del continente, ¿han modificado las reconfiguraciones geoeconómicas que las acompañan la trayectoria de desarrollo de los países africanos, en el sentido de una inserción más ventajosa en la globalización ? Presentándose como más pragmáticas y respetuosas de las soberanías, las nuevas cooperaciones “Sur-Sur” portan, en efecto, promesas de transformación económica e industrialización, en una época en la que numerosos jefes de Estado africanos sitúan el objetivo de la transformación de los recursos naturales en un lugar destacado de sus estrategias de desarrollo.
Varios países emergentes pretenden, por tanto, contribuir a sacar a los países africanos del papel de proveedores de materias primas en el que el “neocolonialismo” de los países occidentales los ha encerrado desde las independencias. El concepto de “modernización”, mencionado en trece ocasiones por Xi Jinping en su discurso ante los jefes de Estado africanos reunidos en la cumbre China-África de 2024, remite así al “derecho a industrializarse” en función de su propio contexto cultural, histórico y social, es decir, al margen de los estándares occidentales, como lo hizo China (véase la contribución de Neema).
En otras palabras, si bien ha contribuido indudablemente a las tasas de crecimiento africanas de los últimos veinte años, ¿ha sido la intensificación de las relaciones económicas con los emergentes un verdadero vector de diversificación de las economías africanas, de transferencia de tecnología y de todo saber hacer asociado, de creación de actividades de alto valor agregado y/o de alta intensidad de mano de obra, más resistentes a los choques internacionales ? La masa de préstamos e inversiones de los emergentes se ha concentrado en los sectores de las infraestructuras, los recursos naturales y la energía, y en menor medida en la construcción y las telecomunicaciones. Las carencias en infraestructuras y energía constituyen efectivamente frenos a los procesos de industrialización. Pero, ¿han contrarrestado estos efectos positivos, así como las inversiones chinas en la industria manufacturera africana, las innumerables quiebras provocadas por la competencia de los productos chinos a bajo precio ?
La respuesta de Patrick Bond es tajante. “[L]os BRICS no han cambiado la división internacional del trabajo ni han buscado reformar las instituciones multilaterales como el FMI, el Banco Mundial o la OMC. Incluso diría que los BRICS han amplificado estos problemas. […] Los proyectos de infraestructura financiados por China en África no están concebidos para el desarrollo del continente, sino para acelerar la extracción de recursos en beneficio de las empresas chinas. […] en África se exportan materias primas hacia China y se importan productos manufacturados, conforme a la vieja lógica neocolonial […] Del mismo modo, los mercenarios rusos o conglomerados indios como Vedanta explotan el continente igual que lo hacían (y lo siguen haciendo) las empresas occidentales.”
Los BRICS desarrollan, según Patrick Bond, una estrategia “subimperialista” en sus respectivas esferas de influencia. El mismo concepto de subimperialismo es utilizado por Husam Mahjoub en su contribución para describir la acción de los Emiratos Árabes Unidos en África. Sus inversiones en puertos, tierras y minas africanas buscan reforzar las posiciones de sus empresas y fondos soberanos en las cadenas de valor que estructuran la explotación capitalista del continente, sin favorecer la diversificación de las economías de los países implicados.
La expansión emiratí muestra igualmente hasta qué punto el papel de los inversores no occidentales resulta problemático en materia de desarrollo agrícola y de apoyo al pequeño campesinado. Los países asiáticos, empezando por los del Golfo, están de hecho sobrerrepresentados en las transacciones de tierras a gran escala de los últimos años, con fines de asegurar sus suministros alimentarios y energéticos, de explotación forestal, de compensación de carbono…, a costa de la soberanía alimentaria de los países anfitriones y del aumento de las tensiones intercomunitarias [6].
A riesgo de oscurecer el panorama, también es preciso mencionar los efectos del sobreendeudamiento de numerosos países africanos con respecto a China, por obras cuya utilidad en materia de desarrollo resulta a menudo discutible, cuyo reembolso pesa (tanto como los préstamos occidentales) sobre los presupuestos nacionales en detrimento de la salud y la educación, y que Pekín instrumentaliza políticamente con el fin de reforzar su control sobre los recursos minerales críticos (Mhango, 2024).
Y, sin embargo, las recomposiciones internacionales generan oportunidades para el desarrollo de una base industrial africana. La competencia entre potencias extranjeras por el acceso a los minerales estratégicos ofrece palancas de negociación a los dirigentes africanos, cada vez más en posición de exigir a las empresas explotadoras que inviertan en la transformación local de las materias primas, en la transferencia de competencias, en la construcción de infraestructuras polivalentes y en el desarrollo de cadenas de suministro nacionales. El memorando de cooperación Estados Unidos-RDC-Zambia para la puesta en marcha de una cadena de valor en el sector de las baterías eléctricas constituye el ejemplo más ambicioso de este nuevo tipo de compromiso “geopolíticamente motivado”.
Por otra parte, la caída de la demanda china de materias primas (provocada por el proteccionismo estadounidense) y la desaparición del programa estadounidense de preferencias comerciales a favor de África (el AGOA), deberían, según Patrick Bond y varios economistas africanos, ser consideradas por los gobiernos africanos como oportunidades para reorientar sus aparatos productivos hacia el continente. Una estrategia comercial africana concertada, mediante la aceleración de la puesta en marcha de la ZLECAf, podría contribuir a la industrialización y al fortalecimiento de las cadenas de valor regionales.
En última instancia, la capacidad de los países africanos para convertir en desarrollo social las oportunidades que ofrecen las nuevas configuraciones internacionales dependerá de la existencia de un consenso político no sometido a los (únicos) intereses a corto plazo de los poderosos locales y de las potencias extranjeras, occidentales o del Sur global. La emergencia de un “pacto de las élites acompañado de un compromiso común por el desarrollo inclusivo”, para retomar la fórmula del ex economista en jefe de la cooperación al desarrollo británica (Dercon, 2024), no se produce, sin embargo, independientemente de las relaciones sociopolíticas internas a las sociedades africanas. La manifestación de una exigencia popular, sea cual sea su forma (electoral, sindical, insurreccional, religiosa), pesará en la determinación de los gobernantes a la hora de negociar las alianzas internacionales bajo el prisma del interés general.