Traducción al español : Carlos Mendoza.
Abordar América Latina en su conjunto, aun a riesgo de descuidar las particularidades nacionales, es todo un desafío : ¿cómo confundir 7 millones de nicaragüenses bajo el dominio de un antiguo revolucionario que ha dado un giro de 180 grados con 220 millones de brasileños·as que tambalean entre el “bolsonarismo” y el “lulismo” ? ¿Cómo conciliar la hipermodernidad chilena con el colapso haitiano, la “cuarta transformación” mexicana con el desorden gubernamental peruano, el conservatismo centroamericano con el progresismo del Cono Sur ? La mera mención de tal o cual país basta para mostrar la irreductibilidad de una situación particular a otra, o incluso por relación metonímica, a los rasgos principales de la región a la que pertenece.
Que se considere el tamaño territorial (El Salvador es 425 veces más pequeño que Brasil), la geografía (más o menos ricos en recursos), la densidad de población (Haití está 39 veces más densamente poblado que Bolivia), la composición étnica (Guatemala tiene más del 55% de población indígena, Argentina menos del 2% ; México tiene entre 12 y 15 millones, Uruguay apenas 500), la historia política (de la excepción cubana a la panameña), las estructuras económicas (del cobre chileno al turismo mexicano), las riquezas producidas (2.000 dólares de PIB per cápita al año en Managua, 18.000 dólares en Montevideo), las referencias culturales, los niveles de integración, de educación, de urbanización, de emigración, de militarización, etc., todo son solo desproporciones y disimilitudes.
Sin embargo -y esto es otra obviedad- desde comienzos del siglo 21, se han puesto en marcha una serie de grandes tendencias comunes que recorren el continente de punta a punta : desde el boom de las materias primas y las euforias extractivistas y exportadoras hasta las actuales crisis económicas y políticas ; desde el ascenso de fuerzas de izquierda a la cabeza de los Estados hasta las alternancias populistas o más tradicionales en curso. En los cuatro puntos cardinales de América Latina, en un contexto de la lucha de poder hegemónico entre China y Estados Unidos, de inestabilidad democrática y de avance de la remilitarización, las manifestaciones exigen mejores empleos y pensiones, los movimientos indígenas ponen a prueba la autonomía de hecho o de derecho, las movilizaciones feministas y descoloniales buscan reconocimiento e igualdad, las organizaciones ecologistas y campesinas defienden sus territorios… mientras poderosas dinámicas reaccionarias y populares -la otra cara de la moneda de las protestas- se oponen al cambio y promueven el orden y la seguridad. Todo ello en países de desigualdad.
El empuje (neo)extractivista
En el ámbito económico, importante determinante transversal, el gran tema de principios del siglo 21, común a todos los países del continente, ha sido el “boom de las materias primas”, hasta el punto de que sus efectos sobre la relación de América Latina con el mundo, sobre sus estructuras productivas y decisiones políticas, sobre las finanzas nacionales, los niveles de pobreza y las nuevas configuraciones de la conflictividad social coinciden desde Tierra del Fuego hasta Baja California. En pocas palabras, el fenomenal aumento de los precios de los principales productos del suelo y subsuelo de América Latina en los mercados mundiales entre 2000 y 2015 ha cambiado el panorama. O mejor dicho, ha reforzado claramente la extraversión de las economías de la región hacia el mercado mundial en su papel de proveedoras de recursos sin procesar (o apenas procesados).
Como sabemos, esta tendencia se vio impulsada por la expansión de China tras su entrada en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 y el consiguiente aumento de su apetito por las materias primas, que se sumó a la fuerte demanda occidental. En quince años, el comercio de América Latina con China se ha multiplicado por veinticinco. En 2000, sólo Paraguay comerciaba más con China que con Estados Unidos. En 2020, China es el mayor socio comercial de todos los países sudamericanos, excepto Colombia y Ecuador. Por tanto, los precios de la soja, la caña de azúcar, el etanol, la carne, el níquel, el cobre, el plomo, la plata, el oro, el litio, el gas y el petróleo… extraídos y exportados por el continente latinoamericano, se han disparado como consecuencia de una cierta “reprimarización” de su matriz económica.
Nunca en la historia se habían excavado tanto los suelos de la región. Es el surgimiento o incluso una carrera precipitada de lo que se ha venido a llamar “extractivismo” o “neoextractivismo”. Y el inicio de lo que Maristella Svampa denomina más adelante en este número de Alternatives Sud el “consenso de los commodities”, que ha sustituido al “Consenso de Washington” en las dos últimas décadas. En sólo diez años, ha triplicado el producto interior bruto (PIB) del Brasil del presidente Lula y duplicado el del Ecuador de Correa y de la Nicaragua de Ortega. América Latina en su conjunto se ha liberado de sus deudas con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y se ha enriquecido abundatemente, al tiempo que ha consolidado su posición subordinada y dependiente en la división internacional del trabajo.
“La peor crisis en un siglo”
Pero el giro iniciado en 2014-2015 -un “ciclo deflacionario” de los precios de las materias primas seguido de volatilidad de precios- tomó por sorpresa a la mayor parte del continente y lo sumió en la crisis que muchos economistas latinoamericanos de izquierda venían vaticinando desde el año 2000, ante el entusiasmo generalizado e inconsistente de los gobiernos por la alta pero frágil rentabilidad de la bonanza exportadora minero-agraria. De un periodo de crecimiento sostenido, la región pasó a un periodo de recesión, con gobiernos que tuvieron que recortar gastos y volver a endeudarse, la inversión extranjera directa en caída libre y con inflación... “El peor periodo desde 1950”, según la Comisión Económica para América Latina de la ONU. Y eso antes de que la pandemia de covid y el impacto global de la guerra en Ucrania empeoraran las cosas.
Los países latinoamericanos están aún peor porque, a pesar de las promesas -como las contenidas en la nueva Constitución de Ecuador en 2008-, ninguno de ellos ha sabido aprovechar los buenos tiempos para diversificar su economía, planificarla democrática y ecológicamente, reorientarla prioritariamente hacia el mercado interno, priorizar la industrialización sobre la minería, desespecializar los territorios relocalizando las actividades, priorizar el valor de uso sobre el valor de cambio, etc. Tampoco, en previsión de los movimientos a la baja de las fuentes externas de financiación, para proporcionar sistemas fiscales fuertes y progresivos, dignos de ese nombre, destinados a gravar tanto a las viejas oligarquías como a las nuevas élites (véase Mariana Heredia en este número de Alternatives Sud). Algunos lo han intentado, pero han fracasado. Los sistemas fiscales latinoamericanos siguen estando entre los más débiles y regresivos del mundo (Duterme, 2018).
Giro a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda...
Otra tendencia, esta vez política, común a casi toda América Latina desde comienzos de este siglo, son los sorprendentes “ciclos” u “oleadas” de fuerzas de izquierda, luego de derecha y finalmente de izquierda, que han asumido sucesivamente las jefaturas de la mayoría de los Estados del continente. Tres fechas clave sirven de referentes paroxísticos.
2008 : de los diez principales países de Sudamérica, nueve están gobernados por presidentes “rosas” o “rojos”, que se proclaman de izquierda. Sólo Colombia se ha mantenido en la derecha. Y más al norte, México y la mitad de Centroamérica.
2019 : panorama casi invertido. Sólo México, diez años después del primer “giro progresista”, tiene un presidente de izquierda elegido democráticamente. Todos los demás países de la región están dominados por regímenes más o menos conservadores (y/o no elegidos democráticamente, en el caso de Nicaragua, Cuba y Venezuela).
2022 : otro vuelco general. La gran mayoría de los países latinoamericanos vuelven a estar gobernados por gobiernos progresistas. Solo Uruguay, Paraguay, Ecuador y la mayoría de los países más pequeños de América Central y el Caribe siguen siendo de derecha.
Dicho esto, la magnitud del primer “giro a la izquierda” – su duración (hasta tres mandatos presidenciales consecutivos en varios países), su fuerza (mayorías absolutas en primera vuelta, en los congresos, etc.), su carácter inédito (nunca antes el continente había visto tantos partidos de izquierda con tanto poder en tantos lugares) – no tiene comparación posible con las alternancias populistas o más tradicionales de estos últimos años. Este cambio histórico, cuya intensidad varió de un país a otro, fue principalmente el resultado del descontento popular - a menudo impulsado por importantes movimientos sociales - con los desastrosos resultados del doble proceso de liberalización -política y económica- que vivió América Latina a finales del siglo 20.
Es cierto que los partidos de izquierda que lo componían eran diversos (desde el venezolano Chávez a la chilena Bachelet, pasando por la pareja argentina Kirchner, el paraguayo Lugo, los uruguayos Vázquez y Mujica, el boliviano Morales, etc.), pero al mismo tiempo compartían los mismos rasgos de familia o al menos las mismas aspiraciones “posneoliberales” : políticas más soberanistas, estatistas, keynesianas, redistributivas, interculturales, participativas... y, a escala latinoamericana, integradoras. El resultado es una reducción significativa de los índices de pobreza. Sin embargo, los efectos combinados de la crisis económica desde 2015, la erosión del poder, el veredicto de las urnas e incluso algún que otro golpe parlamentario o judicial han abierto la puerta a una avalancha conservadora y a un “momento reaccionario”... pero efímero por la falta de resultados sociales.
La nueva “ola” de presidentes·as de izquierda o centroizquierda, que comenzó a finales de 2018 en México (López Obrador) y en 2019 en Argentina (Fernández), continuó en 2020 en Bolivia (Arce), en 2021 en Perú (Pedro Castillo), en Honduras (Castro) y Chile (Boric), y en 2022 en Colombia (Petro) y Brasil (Lula), no puede ocultar hoy su extrema fragilidad. En primer lugar, porque las victorias electorales han sido a menudo (muy) cortas, sin mayoría parlamentaria, obstaculizadas por una correlación de fuerzas desfavorable, e incluso repudiadas por nuevos sondeos o elecciones posteriores. En segundo lugar, porque las indagaciones actuales y las próximas elecciones son especialmente inciertas y revelan de paso la sed de los ciudadanos de remedios inmediatos a su inseguridad física, social e identitaria. Y, en el mismo sentido, confirman la fuerza de nuevas figuras de extrema derecha en casi todos los escenarios políticos latinoamericanos (Dacil Lanza, 2023).
Inseguridad, inestabilidad, violencia, emigración, militarización…
Además, con el telón de fondo de una larga y grave crisis socioeconómica, prevalece hoy en América Latina un clima de gran inestabilidad democrática, acompañado incluso de una tendencia a una remilitarización multiforme (como explica con más detalle Alejandro Frenkel en este número de Alternatives Sud). Cabe recordar, en primer lugar, el muy problemático balance social de los últimos diez años. Tras el repunte de 2000-2014 y su ritmo de crecimiento sostenido (entre el 4% y el 6%, con la excepción de 2009), se han sucedido periodos de recesión y estancamiento -vinculados a los precios de las materias primas, las pandemias, las presiones inflacionistas post-covid, las fluctuaciones del mercado mundial y las inversiones internacionales...- que han situado al continente por debajo de los resultados registrados en las dos últimas décadas del siglo 20, ya calificadas como “décadas perdidas”.
Así, la pobreza, la desigualdad, el empleo informal y la inseguridad alimentaria han vuelto a aumentar después de un descenso significativo en la fase anterior, a un ritmo desigual según los países. De acuerdo con las últimas estimaciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (citada por Ventura, 2023), el 32% de la población de la región, es decir 201 millones de personas, viven actualmente en situación de pobreza o pobreza extrema, “la peor situación en 25 años” ; el empleo informal afecta ya a más del 53% de la población activa ; y la inseguridad alimentaria severa o moderada afecta al 40% de los latinoamericanos·as, una tasa más de un 10% “superior a la media del resto del mundo”.
La inestabilidad de las instituciones y organizaciones políticas ampliamente desacreditadas por la opinión pública, la violencia rampante, la criminalidad y el narcotráfico, así como el fuerte aumento de la emigración -especialmente desde Centroamérica, el Caribe, Venezuela y Ecuador- están ciertamente vinculados a esta “cadena de deterioro multidimensional” (Ventura, 2023). La volatilidad y fragmentación de los escenarios electorales sólo son equiparables a las oscilantes trayectorias ideológicas de la región y a la alta fragilidad de las prácticas democráticas. Dos marcadores entre muchos otros : en Guatemala, desde el retorno al régimen civil, los diez jefes de Estado sucesivos han sido llevados al poder por otros tantos partidos diferentes ; y en Perú, a finales de 2022, el presidente elegido dieciséis meses antes fue destituido y arrestado por intentar disolver el parlamento.
Aunque la violencia “endémica” en América Latina y la corrupción también “endémica” de sus élites -y su connivencia con el crimen organizado- se han convertido en lugares comunes, no por ello son menos inquietantemente actuales y potentes. Por ejemplo, según la ONUDD, el “Triángulo Norte” de Centroamérica sigue siendo “la región más peligrosa del mundo” en términos de homicidios dolosos per cápita. También es la región desde la que más personas emigran a Estados Unidos. Alrededor de 500.000 de media cada año desde inicios del siglo (CETRI, 2022). Mientras tanto, según ACNUR, más de 7 millones de venezolanos·as han huido de su país desde 2015, inicialmente hacia Sudamérica -desde Colombia hasta Chile-, creando toda una nueva cadena de problemas de acogida, rechazo y tráficos diversos.
Muchos Estados han respondido a estos fenómenos con la militarización. Y las sociedades han respondido con el militarismo. Según Gilberto López y Rivas, quien denuncia el avance de la militarización especialmente en México, ésta se define principalmente como “la asignación de misiones, tareas, prerrogativas, presupuestos y competencias a las fuerzas armadas, no contempladas en la Constitución y sus leyes” (2023). El militarismo, por su parte, se refiere a la proliferación de un sistema de representaciones y valores que normalizan el uso de la violencia, naturalizan el orden social, justifican reflejos de seguridad, etc. Estas dos tendencias, que hacen aún más vulnerables los marcos democráticos nacionales, están operando en toda la región desde hace una década. Como detalla Frenkel en este libro, se han producido estallidos de visibilidad bruscos en Ecuador, Chile, Venezuela, Colombia, Perú, Bolivia, El Salvador, Uruguay, Paraguay, Brasil y otros países.
Impulsos integracionistas y rivalidades hegemónicas
En el ámbito de las relaciones exteriores, hay al menos tres procesos simultáneos que están afectando de nuevo a toda América Latina : los intentos de integración regional, el regreso del “continente de Lula” a la escena internacional y –sobredeterminante aún- el tira y afloja entre China y EE UU que viene produciéndose desde el cambio de siglo. La primera ya no tiene la fuerza que tuvo durante el giro a la izquierda en la década de 2000, una fuerza que se vio mermada o invertida por el retorno de la derecha entre 2014 y 2020. Las ambiciosas organizaciones unificadoras, más o menos ideológicas, lanzadas en 2004 (la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América - ALBA - para contrarrestar el plan estadounidense de crear una zona de libre comercio en las Américas), 2008 (la Unión de Naciones Suramericanas - UNASUR) y 2010 (la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños - CELAC) han sido sustituidas por una “sopa cacofónica” de superposiciones y fraccionamientos.
En lugar de una integración progresista, los gobiernos conservadores prefirieron una integración comercial liberal (reactivación del Mercosur, la creación de la Alianza del Pacífico, etc.) y políticamente reaccionaria (PROSUR a partir de las cenizas de UNASUR, Grupo de Lima, etc.). Hoy los nuevos gobiernos de izquierda se tambalean y se dividen. Ante la proliferación de organizaciones regionales, marcador de las fricciones y rivalidades nacionales, de la heterogeneidad de orientación y peso de sus miembros y de su dependencia competitiva respecto de las grandes potencias, tienden a priorizar su propia agenda interna en crisis. Algunos se resisten a unirse como un solo hombre (o mujer, pero esto sigue siendo excepcional) bajo el liderazgo asertivo y voluntarista del Brasil post-Bolsonaro (Dacil Lanza, 2023 ; Franco, 2023).
El regreso de Luiz Inácio Lula da Silva (tercer mandato presidencial) a la escena internacional es en realidad el segundo proceso en curso. Con él, tras los años de Bolsonaro, se ha renovado un “protagonismo” multilateral y polifacético, en nombre de su país (1/3 del PIB latinoamericano) y del resto de la región de la que es portavoz. En el G20, G77, COP del clima, BRICS+ (CETRI, 2024), etc., las iniciativas y objetivos afirmados por Lula y compañía consisten en ejercer influencia en los foros internacionales, reformar la gobernanza mundial, negociar la paz entre Rusia y Ucrania, etc. así como en la reanudación de la integración latinoamericana mediante la promoción de una “acción colectiva ‘’no alineada’ a favor de la reindustrialización de los países de la región y la transición gradual hacia modelos más diversificados y con mayor valor añadido” (Ventura, 2023).
Sin embargo, es probable que la continua competencia en América Latina entre Estados Unidos, aunque en relativo declive, y una China todavía en alza -por no hablar de la Unión Europea, principal inversor en la región (693.000 millones de euros en 2022, www.ec.europa.eu)- dificulte este deseo de integración y autonomía estratégica que tanto aprecia Lula. El apetito de las grandes potencias por los recursos naturales y agrícolas que necesitan para reverdecer sus economías (CETRI, 2023) y la agresividad de sus políticas comerciales, crediticias y de inversión, más o menos condicionadas, dejan poco margen para una redefinición de las relaciones políticas y comerciales sobre bases menos asimétricas y más soberanas para el conjunto de los pequeños, medianos y grandes países latinoamericanos.
Antiguas y nuevas conflictividades sociales
También en el frente de la conflictividad social y la protesta popular se está produciendo en América Latina una tendencia procesual y multidimensional. Es cierto que el ritmo y la intensidad de las movilizaciones están sujetos a altibajos, flujos y reflujos, en función de las dinámicas internas y las limitaciones contextuales, pero “la calle” latinoamericana sigue enfrentándose al orden establecido tanto como puede.
“La calle” se entiende la mayoría de las veces como “minorías activas” a veces en desacuerdo con su propio entorno social y con las “mayoría silenciosas” más o menos indiferentes. Como sabemos, esta tendencia se ve reforzada por los efectos anómicos de la sociedad de consumo, el atractivo atomizador de los entornos urbanos y la desagregación de los colectivos como parte de los mecanismos de individualización, como señalan varios autores y autoras de este libro colectivo.
Dicho esto, aunque no todas las mujeres de Chile protesten contra la cultura de la violación, o todos los indígenas de Guatemala denuncien la minería, en otoño de 2019, por ejemplo, una decena de países del continente han sido sacudidos simultánea y profundamente por una nueva y fuerte rebelión. Entre las causas figuran los recortes en los subsidios públicos al transporte, la educación y las pensiones, la privatización del agua, la aplicación de las recomendaciones del FMI, los escándalos de corrupción, las reformas conservadoras, la flexibilización laboral, la violencia de Estado, etc. De Ecuador a Honduras, de Panamá a Chile, de Bolivia a Haití, de Puerto Rico a Colombia...
Por supuesto, la represión o la concertación, la criminalización o la institucionalización, luego las crisis, la pandemia y el cierre de los espacios de protesta han tenido sus efectos desmovilizadores, pero la efervescencia y la ebullición sociales latinoamericanas son, no obstante, realidades significativas en la actualidad. Y tienen dos caras. Pueden ser emancipadoras, progresistas, igualitarias, antidiscriminatorias, feministas, ecologistas, anticoloniales o descoloniales, etc., pero por otro lado también pueden reclamar el restablecimiento del orden, la protección y seguridad, el cierre de las fronteras, la preservación de la identidad, etc. Y las primeras no son necesariamente más populares que las segundas.
Desde el punto de vista de las luchas emancipadoras en primera instancia -por oposición a las movilizaciones reaccionarias-, las más recientes de este siglo, y sin duda las más extendidas por todo el continente, se refieren al conflicto socioambiental que se ha abierto o al menos se ha intensificado enormemente como consecuencia del empuje (neo-)extractivista. Por un lado, los grandes inversores externos, privados o públicos, del otro lado, las comunidades locales, campesinas, a menudo indígenas, flanqueadas por organizaciones ecologistas. Varios autores de este número de Alternatives Sud tratan extensamente de ello a la luz de las decenas de conflictos que minan la mayoría de los países latinoamericanos (véase en particular el Environmental Justice Atlas, que los enumera : www.ejatlas.org).
La cuestión es el territorio, su soberanía y su uso. ¿Es un receptáculo natural para “megaproyectos” -minería, aeropuertos, energía, autopistas, agroindustria, ferrocarriles, turismo, comercio, etc.- para “modernizar” o “desarrollar” las infraestructuras nacionales, o es ante todo un entorno vital y agrícola para las poblaciones locales que lo habitan ? ¿Es un recurso del que los poderosos actores económicos pueden apropiarse y explotar a su antojo, invitados amablemente a minimizar los daños colaterales medioambientales y sociales causados por sus actividades contaminantes, o es, ante todo, objeto de necesarias consultas democráticas para obtener (o no) “el consentimiento libre, previo e informado” de los pueblos indígenas que lo habitan, sobre su destino venidero ?
Mientras tanto, los dos bandos se enfrentan, con una relación de fuerzas a menudo desequilibrada. Entre los cientos de defensores y defensoras del medioambiente que fueron víctimas de violencia letal en 2022, según la organización internacional Global Witness (Le Monde, 13 de septiembre de 2023), el 90% se encontraban en América Latina. Los países más afectados fueron Colombia, seguida de Brasil, México, Honduras, Venezuela, Paraguay, Nicaragua y Guatemala.
Los movimientos indígenas -mayas, aymaras, quechuas, mapuches, etc.- forman una parte importante de los actores colectivos movilizados en estas luchas socioambientales. Desde los años 90, han surgido en un espacio creado por la liberalización política y económica del continente y la mayor penetración del “capitalismo de desposesión”. Hoy, en el marco de las “autonomías de jure” que se les han concedido, o de las “autonomías de facto” que han conseguido, luchan a diario por crear las condiciones para conciliar los principios de igualdad y diversidad en una nueva relación “descolonial” y “pluralinacional” con la modernidad. En el centro de su planteamiento se encuentra un triple desafío : democracia, ecología y multiculturalismo. Un planteamiento pluralista y frágil, sin duda, pero cuyas diversas líneas de actuación están diseñadas, como explican Martínez y Stahler-Sholk en este número de Alternatives Sud, para mantenerse unidos frente a los adversarios políticos y económicos que les persiguen y a los cárteles criminales que les rodean.
El movimiento feminista, o más bien los movimientos feministas latinoamericanos, también son noticia con regularidad. En un reciente coloquio, Lissell Quiroz (2023), especialista del asunto, destacó a la vez los antecedentes históricos (del siglo 16 al 20), el “notable dinamismo” actual, “fuente de inspiración para Europa”, y la “pluralidad” de sus manifestaciones, “representativas de la multiplicidad de situaciones de las mujeres” en el continente. Identifica cuatro tendencias contemporáneas que llama a converger. La primera es el “feminismo mayoritario”, en cualquier caso el más visible, original y promocionado, formado por mujeres instruidas (a menudo en articulación con las protestas estudiantiles) de cultura occidental, que hacen campaña por los derechos sexuales y reproductivos y contra la violencia de género (como las campañas “Ni Una Menos” y “Las Tesis”).
También está el “feminismo comunitario” de las mujeres indígenas que, como miembros de la comunidad y no tanto como individuos, hacen hincapié en su lugar en la comunidad y su conexión con la tierra y el medio ambiente. En Brasil, Colombia, Haití y otros lugares, el “afrofeminismo” denuncia la “subalternización” de las mujeres afrodescendientes, su precariedad laboral y su falta de derechos, y pide “ennegrecer al feminismo”. Por último, está el “feminismo decolonial”, que insiste en la imbricación de los distintos sistemas de dominación -género, clase, “raza”- y en la necesidad de superarlos, y que moviliza a las trabajadoras domésticas racializadas.
Más adelante en el libro, Luciana Peker y Jessica Visotsky analizan las diversas manifestaciones de este feminismo y sus formas de “dar vida” a la democracia.
Para completar el panorama de los principales movimientos de protesta social progresistas o emancipadores que actúan en el continente latinoamericano, hay que mencionar también, desde luego, el movimiento obrero o al más amplio de los trabajadores y trabajadoras, así como las organizaciones sindicales que defienden su causa. Todos ellos pueden caracterizarse tanto por su centralidad histórica en las movilizaciones colectivas en torno a las condiciones de vida, los salarios, el trabajo decente, las pensiones, etc., como por su (muy) relativo peso sociopolítico, que puede variar significativamente de un país a otro.
Evidentemente, varios factores siguen siendo decisivos : los niveles desiguales de industrialización y la extensión del sector terciario, la amplitud del trabajo informal -en algunas economías más del 75% de la población activa-, la historia política de las represiones, las reformas del mercado laboral que ofrecen más o menos margen para la negociación colectiva... A estos factores “externos” hay que añadir la politización o radicalización variable de los sindicatos, su fragmentación real, sus vínculos con otras luchas y su relación con los poderes y con los partidos de izquierda o derecha, una relación que en los últimos años ha oscilado entre la autonomización, la instrumentalización, la cooptación, la institucionalización y la confrontación (Gaudichaud y Posado, 2017).
Divisiones políticas y “guerra cultural”
La última y doble tendencia básica que, a nuestro juicio, recorre América Latina se refiere, por una parte, a las tensiones que se entrecruzan y que dividen allí tanto a la izquierda social como a la política y, por otra, a la “guerra cultural” que, al modo estadounidense, enfrenta los ideales progresistas a los reflejos conservadores, sobre todo en los medios populares.
Hay muchas líneas divisorias en la izquierda, pero suelen superponerse. Durante la ola de gobiernos socialistas entre 2000 y 2015, un bando fue etiquetado como “neo-desarrollista”, mientras que el otro fue etiquetado como “indianista”, “ecosocialista” o incluso “pachamamista” (de Pachamama, “Madre Tierra” en la cosmogonía andina). En nombre de la soberanía nacional, la reapropiación de los recursos naturales (mediante la nacionalización o la renegociación de los contratos mineros con las multinacionales) y la redistribución de los beneficios mediante políticas sociales, la izquierda neodesarrollista se ha mostrado favorable a la expansión de las actividades extractivistas y agroexportadoras. En nombre de las soberanías locales, la protección del medio ambiente y un modelo autonomista del “buen vivir”, la izquierda indianista se ha opuesto radicalmente.
En este número de Alternatives Sud, Alexis Cortés defiende con acierto una articulación entre estos dos proyectos aparentemente incompatibles, a saber, la necesidad urgente de proteger la biodiversidad y el imperativo de un desarrollo industrial redistributivo. Además, habrá que intentar mediar otras líneas de fractura políticas o más bien conceptuales, nuevas o antiguas, que en suma contribuyen a la bipolarización tanto de los movimientos como de los partidos de la izquierda latinoamericana. Éstas enfrentan no sólo “estatistas” a “comunalistas”, “jacobinos” a “libertarios”, « verticalistas » a “horizontalistas”, sino también “igualitaristas” a “diferencialistas”, “materialistas” a “postmaterialistas”, “universalistas” a “identitarios”, etc. ¿No fue acaso, el (muy) progresista proyecto de Constitución, rechazado por el 62% de los chilenos·nas en 2022, tildado de “woke” y “peligroso” por varias figuras socialistas de Santiago ?
Algunos incluso vieron en este proyecto de Constitución chilena, así como en otras “rigideces ideológicas”, “excesos decoloniales” o “pro-LGBTQ+” que se están produciendo “en Brasil, Colombia u otros lugares”, una alfombra roja que se extiende bajo los pies de opiniones reaccionarias y fuerzas de extrema derecha (Confidencial, 2022) que, de hecho, están ganando terreno en casi toda América Latina. “El wokeismo se las arregla para alienar a los ciudadanos latinoamericanos y para allanar el camino a los populistas de la derecha autoritaria”, argumenta un exministro de la expresidenta socialista chilena Bachelet (Velasco, 2022). En cualquier caso, existe una verdadera corriente de conservatismos populares, apoyada en medios sensacionalistas y demagogos políticos o religiosos ultraconservadores (el número de fieles de las iglesias evangélicas se ha multiplicado por diez desde el siglo pasado), que manifiestan en las calles y en las urnas su fobia a lo diferente y su necesidad de seguridad.
En este libro colectivo, Katz, Tolcachier y León confirman que “el ascenso de la extrema derecha es un acontecimiento mayor en la actualidad del continente”. Aunque, en su opinión, refleja el intento de las fuerzas conservadoras por contrarrestar los avances sociales de los gobiernos progresistas, se ha ganado a una parte significativa de las capas populares gracias a un discurso anti-sistémico dirigido contra la clase política, los delincuentes y los cambios culturales.
Internacionalizado, cuenta con el apoyo de cierta élite económica y se inspira abiertamente en el “modelo” trumpiano. Pablo Stefanoni (2021) distingue entre varias corrientes más o menos compatibles -del alt-right a la neo-reacción (NRx), pasando por el paleo-libertarianismo, etc.-, que forman parte de una “revolución antiprogresista” liderada por “nacionalistas antiestatales, xenófobos, racistas y misóginos” con métodos de comunicación “innovadores y provocadores”.
Conclusión
Hasta aquí un repaso demasiado rápido de las tendencias que configuran hoy América Latina. Dados los muchos plazos electorales que se avecinan, no es imposible que la frágil “ola rosa” que alcanzó su máximo en 2022 dé paso a una “marea marrón” o, más probablemente, a nuevas alternancias más o menos populistas formadas por clones del brasileño Bolsonaro o del autoritario y popular presidente de El Salvador, Bukele, el autoproclamado “dictador más cool del mundo”.
En cualquier caso, no hay indicios de que se vaya a superar el actual bache económico ni de que se vaya a reducir significativamente la pobreza, la desigualdad, la violencia y la destrucción de la biodiversidad. Tampoco hay indicios de una transformación profunda del modelo de desarrollo en la dirección -más equitativa, más sostenible, menos dependiente...- que reclaman los movimientos sociales emancipadores. A menos, claro está, que estos movimientos consigan revertir la correlación de fuerzas y obtener nuevas victorias.